El tercer domingo de Adviento se conoce en la liturgia de la Iglesia católica como el DOMINGO DE LA ALEGRÍA. En efecto la antífona de entrada contiene esta invitación del apóstol Pablo: Estén siempre alegres en el Señor, les repito, estén alegres. El Señor está cerca (cfr. Flp 4, 4.5).
El profeta Isaías por su parte, lo aborda de esta manera: “Que se le alegre el desierto y se cubra de flores… que se alegre y dé gritos de júbilo… he aquí que su Dios viene ya para salvarlos (Is 35, 1-6). En ambos casos la razón de esta alegría es la cercanía o proximidad del Señor. Dios es la fuente de la alegría.
En el contexto del tiempo del Adviento, la invitación del apóstol Pablo como la del profeta Isaías, coincide con la cercanía de la navidad. Debemos estar alegres porque ya vamos a celebrar la Navidad. La expectativa de la Navidad genera en nosotros una actitud de alegría interior.
En efecto, nos encontramos ya a unos cuantos días de la celebración del nacimiento de Jesús. Jesús es nuestro salvador y nosotros nos estamos preparando para recibirlo. Esa es la razón por la que debemos estar siempre alegres. La llegada de Jesús por lo tanto es motivo de alegría para todos los que creemos en él.
La contemplación del portal de Belén nos permite darnos cuenta de lo que Dios ha hecho por nosotros. La imagen tierna de un recién nacido nos hace pensar en el amor de Dios por nosotros. Dios se hace pequeño para engrandecernos; se acerca a nosotros para transformar nuestra vida.
Ciertamente este ambiente cristiano de alegría por la cercanía de la navidad se contrasta con la realidad que la gente de nuestro pueblo vive todos los días; y es que no hay reunión, encuentro o conversación donde el pueblo no lamente la situación de crisis que estamos viviendo; se observa mucho desconcierto e incertidumbre, hay un ambiente de desánimo y descontento social, aunque en los discursos oficiales se diga lo contrario.
La alegría cristiana se produce principalmente de la experiencia de encuentro con Dios a través de su Palabra, los ejercicios de oración, la participación en los sacramentos y las prácticas de caridad. La oración fortalece nuestro espíritu; Siempre que hacemos un bien experimentamos un gozo interior que nada ni nadie nos puede robar.
Estamos llamados a experimentar la alegría de Dios. Esta se produce aún en los momentos difíciles o de obscuridad, en tiempos de tribulación o incluso de persecución como nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Los apóstoles después de haber sido azotados, salieron del sanedrín contentos de haber sido considerados dignos de sufrir por Jesús” (Hech 5, 40-41).
La alegría cristiana se produce cuando cultivamos la comunión con Dios; cuando la misericordia divina toca nuestra vida y desde dentro nos transforma. De ahí la súplica del salmista “devuélveme la alegría de la salvación” (Sal 51, 14). Esta alegría es fuente de paz, de armonía y de serenidad.
Vivir con alegría es vivir en comunión y en gracia de Dios. Como María de Nazareth a quien el arcángel Gabriel saluda de esta manera “Alégrate María, llena de gracia”. La alegría de María es porque está rebosante de gracia.
Las experiencias de incertidumbre y de miedo que producen las situaciones externas que estamos viviendo, no deben robarnos la alegría ni la paz interior. Recordemos que Dios está siempre cerca para guiarnos, para consolarnos y para fortalecernos. Mantengamos la alegría porque Dios está cerca.
Pbro. José Manuel Suazo Reyes