«Estás salvados por pura Gracia».

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El tiempo litúrgico de Cuaresma que estamos celebrando, se configuró en los primeros siglos de la Iglesia vinculado a la preparación para los sacramentos que se iban a recibir por primera vez en Pascua (bautismo-confirmación y eucaristía) así como a la disciplina penitencial para el perdón de los pecados cometidos después del Bautismo. Si en el primer caso se buscaba instruir a los que iban a ser bautizados para acompañarlos en su proceso de transformación hasta su incorporación al misterio de Cristo mediante los sacramentos; en el caso de la penitencia se trataba de la reconciliación con la Iglesia y la vuelta a la vivencia sacramental de quienes se habían separado de ella por el pecado grave.

Sin perder de vista esta perspectiva histórica -que nos ayuda a entender mejor la estructura y ritos propios de la Cuaresma- la propuesta que se nos hace ahora a los que ya somos creyentes durante este tiempo, es la de una renovación o intensificación de nuestro proceso de configuración-identificación con Cristo mediante una vivencia más consciente del misterio de la Cruz. Recuperación de nuestra consagración bautismal para la santidad o «vida en el espíritu» (Rm 8, 9)[1].

En este contexto, podemos ubicar la enseñanza de la Liturgia de la Palabra en este cuarto Domingo de Cuaresma, que cabe resumir así: anuncio de la «nueva vida pascual» renovada por el retorno penitencial a la fidelidad ante la voluntad de Dios. Una conversión que hoy se nos presenta «como un paso del misterio de las tinieblas al misterio de la luz y de la regeneración gratuita o de iniciativa divina en Cristo»[2].

En la primera lectura (2Cro 36, 14-16. 19-23) se nos resume en pocas palabras, de forma esquemática, un largo período de la historia de Israel: el reinado de los últimos reyes de Judá y el destierro en Babilonia (s. VI a. C.). El autor sagrado ve en estos hechos las desastrosas consecuencias que se derivaron para el pueblo elegido de su infidelidad a la alianza que Dios había hecho en el Sinaí durante el Éxodo. Pero, al mismo tiempo, subraya el amor perseverante del Padre que quiere perdonar. Conducido al exilio, Israel será liberado años más tarde por un decreto de Ciro, rey de Persia. Y aquel tiempo de prueba no había sido el fin de la historia de la salvación: todo ha de continuar igual que antes de ir a Babilonia, volverán «los que pertenezcan al pueblo» y el Señor, su Dios, estará con ellos. El libro termina con una nota optimista y una clara alusión a la infinita misericordia de Dios, que acoge al pecador arrepentido, devolviéndole lo que había perdido por el pecado[3].

Los versículos de la carta de San Pablo a los Efesios que escuchamos en la segunda lectura (Ef 2, 4-10) insisten en que la salvación es iniciativa de Dios («estáis salvados por pura gracia») y nos llega mediante nuestra incorporación al misterio de Cristo, quien se ha dignado unirnos a Él mismo como el Cuerpo a la Cabeza: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo» (Ef 2, 4-5). Esa entrega de Cristo por nuestra salvación constituye la llamada más apremiante a corresponder a su amor.

En su dialogo con Nicodemo (Evangelio: Jn 3, 14-21), Jesús le presenta la necesidad de tomar postura ante esa salvación que Dios nos ofrece. La conversación tiene lugar en el silencio de la noche. Acaso era el momento más oportuno para una larga conversación con Jesús dado que el Maestro dedicaba el día al ministerio. Pero por todo el conjunto de ser fariseo, doctor y miembro del sanedrín, parece que eligió ese momento por precaución y timidez. Algo que sirve al evangelista para destacar (como en Jn 13, 30) que la oscuridad de la noche es es símbolo de las tinieblas del pecado, de la necesidad de salvación, de la invitación a acercarse a la luz para que al resplandor de su verdad, se transforme la vida entera[4].

Toda nuestra vida adquiere así, en Cristo, un valor de eternidad: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). La «elevación» de Cristo en la cruz (cfr. Nm 21, 4-9) es la obra suprema del amor del Padre por el «mundo». Este término tiene dos sentidos en el evangelio de san Juan: la universalidad en contraposición a Israel y los hombres malos, con una connotación pesimista Se establece, pues, un contraste entre el amor que Dios ha mostrado al mundo malo y la prueba suprema que le dio del mismo: entregar a su Hijo no solamente como enviado (en la encarnación) sino para la muerte por la salvación de ese mundo[5].

Ahora bien ¿qué dificultades encontramos para acoger esta salvación, para corresponder al amor de Dios por nosotros que se revela en la entrega de Cristo?

– Vivimos en una cultura que dificulta al hombre plantearse la cuestión de la verdad, hasta el punto de dudar de su posibilidad y existencia («¿Qué es la verdad?»: Jn 18, 38). En esta situación renuncia a buscar la verdad y, como consecuencia, permanece en las tinieblas.

– Ante el problema profundo del pecado como hecho personal intransferible se está originando una tipología de conciencias que, en el mejor de los casos, tiende más a «excusarse» que a «acusarse». Parece que emplear la palabra o aplicar el concepto de «pecado» es algo de mal gusto, inconveniente, fuera de lugar… No solamente se deja de considerar pecado aquello que lo es objetivamente sino que se calla incluso el nombre. A veces se admite la culpa pero en relación con las injusticias cometidas hacia el prójimo o la sociedad sin considerar lo que tiene de ofensa a Dios o desobediencia a sus mandamientos.

En ese contexto es difícil aceptar con realismo y responsabilidad la invitación que hoy nos llega a acoger la salvación y a corresponder a ella con nuestra vida ¿De qué necesitamos «ser salvados»? ¿Cómo nos puede hablar la Iglesia de pecado iluminando la situación de nuestro tiempo con la luz de la doctrina del Evangelio? Algunas sugerencias:

  • Incrementar el sentido de la responsabilidad personal. Porque una verdadera reforma de la vida colectiva solamente es posible como resultado de una profunda reforma «subjetiva», personal, en serio, de cada uno de los miembros de una comunidad sea en la Iglesia o en el corazón del mundo que los cristianos estamos llamados a transformar.
  • Acostumbrarnos a un recto juicio moral (no tanto de los demás o de las instituciones y estructuras) que ponga de relieve nuestros deberes personales, sociales y religiosos. Deberes con Dios, con nosotros mismos y con los demás (una buena forma de articular los Diez mandamientos).
  • Acudir con frecuencia y rectitud de intención al Sacramento de la Penitencia suscitando en nosotros la obra de la gracia y la conciencia del bien en oposición a la seducción, incluso el atractivo que nos provoca el mal. Así es como dejamos intervenir en nuestra vida a Cristo que a través de los sacramentos nos aplica hoy y ahora los frutos de su Pasión redentora.

Por todo esto, la Cuaresma es un tiempo en que la Iglesia inculca en nosotros el sentido cristiano del pecado y nos llama a practicar la virtud de la penitencia. Las palabras de humildad y confianza que pronunciamos antes de la comunión resumen esa respuesta que debemos dar cada uno de los días de nuestra vida al amor de Dios que se nos manifiesta en Cristo crucificado: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme» (cfr. Mt 8, 8).

«Oh, Dios, que, por tu Verbo, realizas de modo admirable la reconciliación del género humano, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales. Por nuestro Señor Jesucristo…» (Misal Romano


[1] Cfr. Juan ORDÓÑEZ MÁRQUEZ, Espiritualidad cristiana y año litúrgico, Madrid: BAC, 1978, 246-251.

[2] Ibíd. 255.

[3] Luis ARNALDICH, Biblia comentada, vol. 2, Libros históricos del Antiguo Testamento, Madrid: BAC, 1963, 676-678.

[4] Cfr. Manuel de TUYA, Biblia comentada, vol. 5, Evangelios, Madrid: BAC, 1964, 1029.

[5] Cfr. ibid., 1038-1039.


Por Padre Ángel David Martín Rubio.
adelante la fe.
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