En aquel tiempo Juan proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias.
Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»
Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán.
En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él.
Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.» (Marcos 1:7-11).
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Todavía algunas familias continúan bautizando a sus hijos siendo pequeños, a veces después de unos días de haber nacido, porque este sacramento lo consideran esencial para participar de la vida de hijos de Dios. Pero también hay otras familias que lo hacen sólo por tradición, por costumbre. Sin embargo, las estadísticas de los últimos años nos hacen ver que ha descendido el número de católicos en todo el mundo, de acuerdo al crecimiento de la población.
La población mundial actualmente es de 7,400 millones aproximadamente. En Mexico la cifra de habitantes del 2020 es de 127 millones. Los católicos en 1990 eran 89.7% de la población; en el 2000, 87.9%, y para el 2010, 82.7 por ciento. Habrá que esperar el resultado oficial del censo del 2020 para conocer cuánto más ha descendido el número de creyentes católicos en nuestro país. Algunos calculan que actualmente, hasta 2019, hay en México 87 millones de católicos.
Nos podemos preguntar: ¿Por qué es importante el bautismo dentro de la vida de la Iglesia? ¿Qué es lo que comunica? Para encontrar la respuesta, tenemos que ver la forma en cómo ha influído en nuestra vida cotidiana este sacramento. ¿Ha sido realmente importante el ser hijos de Dios? ¿Qué de especial nos da el que seamos católicos bautizados?
Recibir el bautismo es fundamental ya que por medio de él somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1213).
Este sacramento es llamado también “baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo” (Tt 3,5), porque significa y realiza ese nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual «nadie puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5). (Catecismo de la Iglesia Católica, 1215).
Después de la celebraciones de la Navidad, conmemorando la venida salvadora de Jesucristo, comenzamos en el camino de Iglesia, dentro de lo que llamamos el año litúrgico, la primera parte del tiempo ordinario. En el mensaje de la palabra de Dios del domingo se presenta el bautismo de Jesucristo, dado por medio de Juan el Bautista. Jesús recibe este bautismo al iniciar su vida pública, no porque necesite purificarse sino como signo de identificación con los pecadores a quienes ha venido a salvar y una disposición plena para el cumplimiento de la voluntad de su Padre. Es una nueva manifestación de lo que es Jesucristo para el pueblo de Israel y para todo el mundo, como aparece en el texto del Evangelio de San Marcos, es la voz de Padre que resuena fuertemente: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”. Y Jesús llevará a cabo esta misión, asumiendo día a día su entrega de ungido, lleno del Espíritu para ser buena noticia para hombres y mujeres necesitados de la salvación. Y, después de su Resurrección, confiere esta misión a sus Apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20).
Los bautizados estamos llamados a vivir la gran vocación de hijos de Dios, criaturas nuevas, sobre todo, por la practica de la caridad. La vida nueva, recibida en el bautismo con el don de la fe, tiene que ser desarrollada y fortalecida luego por los sacramentos de la confirmación, la eucaristía. Y, además, con todos los cuidadados, la riqueza y la práctica de la oración.
El gran desafío hoy es cómo ser conscientes de la gracia de nuestro bautismo, de valorar la fe de creyentes activos, de nuestra identidad de hijos de Dios por siempre, tanto en el presente, como hacia el futuro definitivo. Y este reto lo tenemos que asumir en medio de un mundo que cada día cierra los espacios a lo espiritual, a los valores trascendentales; se promueve mas bien lo material, la experiencia inmediata y pasajera, actuando como si toda la vida humana se quedara en el presente sin nada para ir más allá. Este modo de vivir lleva a buscar solo el bien personal, ordinariamente descarta al otro, al hermano, o lo ignora hasta el límite.
Termino esta reflexión con el testimonio de una hija de Dios, que vivió a plenitud su vocación bautismal, que aprendió cada día a reconocer a Cristo en los más pobres y desamparados, llenándolos de la alegría del amor, aunque muchas veces fuera en los últimos días de sus vidas. Es Santa Teresa de Calcuta:
No es suficiente que digamos: Amo a Dios, pero no amo a mi prójimo. San Juan dice que somos mentirosos si decimos que amamos a Dios pero no amamos al prójimo. ¿Cómo puedes amar a un Dios al que no ves, si no amas a tu prójimo al que sí ves, al que sí tocas y con el que vives? Y por esto es tan importante darnos cuenta que el amor, para que sea verdadero, debe doler. A Jesús le dolió amarnos. Y para asegurarse que recordáramos su gran amor, se hizo a sí mismo Pan de Vida para satisfacer nuestra hambre de su amor. Nuestra hambre de Dios, porque hemos sido creados para ese amor. Hemos sido creados a su imagen. Hemos sido creados para amar y ser amados, y después él se ha hecho hombre para hacer posible que nos amáramos unos a otros como él nos amó. Él se transforma en el hambriento, en el desnudo, en el sin hogar, en el enfermo, en el prisionero, en el solitario, en el no querido, y dice: Lo hicisteis conmigo. Hambre de nuestro amor, y hambriento de nuestra gente pobre. Este es el hambre que tú y yo debemos encontrar y que puede estar en nuestro propio hogar. (Discurso al recibir el Premio Nobel de la Paz, 11 de diciembre de 1979).