* Si no es para construir una obra muy grande, muy de Dios –la santidad–, no vale la pena entregarse. Por eso, la Iglesia –al canonizar a los santos– proclama la heroicidad de su vida. (Surco, 611)
Llegarás a ser santo si tienes caridad, si sabes hacer las cosas que agraden a los demás y que no sean ofensa a Dios, aunque a ti te cuesten. (Forja, 556)
Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad (Eph I, 4–5.).
Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente San Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1 Thes IV, 3), ésta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación.
No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima (…).
La meta que os propongo –mejor, la que nos señala Dios a todos– no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa quasi in occulto (Ioh VII, 10) por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día (Cfr. Mt XVI, 24).
En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción que, en los comienzos de mi labor sacerdotal, y siempre, me ha consumido en deseos de comunicar a la humanidad entera: estas crisis mundiales son crisis de santos. (Amigos de Dios, 2-4)
Por SAN JOSEMARÍA.