Es peciso evitar el peligro de la tibieza solapada. Meditaciones del domingo de la lV semana de Cuaresma

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Reflexión para meditar el domingo de la 4 semana de Cuaresma.
Los temas propuestos son: la alegría de la conversión; el amor misericordioso de Dios Padre; mirar siempre lo bueno.

 


EN ESTA FECHA, casi a mitad de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a alegrarnos por la proximidad de nuestra redención, a través de la muerte y resurrección de Jesús. Por eso, este domingo es conocido como domingo laetare, de alegría. Y en la liturgia contemplamos la parábola del hijo pródigo que, de un modo sorprendente, expresa tanto la infinita misericordia del Padre, como la tristeza del pecado y la fiesta de la conversión.

El contexto de la parábola son las murmuraciones de los fariseos, extrañados de que Jesús acogiera a los pecadores y comiera con ellos. El Señor la relata para impulsarles a cambiar su corazón: «Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos le dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde”. Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven lo recogió todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente» (Lc 15,11-13).

En la historia del hijo menor vemos la realidad del pecado: olvidar los dones que Dios nos ha dado para, después, herir nuestra propia humanidad. «Esta es la auténtica realidad, aun cuando pueda parecer, a veces, que precisamente el pecado nos permite conseguir éxitos. El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa en sí mismo su herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia»1. En la parábola vemos que el pecado no es fruto de una normativa arbitraria, sino que siempre hace daño al hombre, aunque el demonio trate de engañarnos. La auténtica alegría, humana y sobrenatural, la encontramos en la conversión.


«CUANDO AÚN estaba lejos, le vio su padre y se compadeció. Y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos» (Lc 15,20). «¿Se puede hablar más humanamente? –se preguntaba san Josemaría– ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres? Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, ¡Pater!, Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo»2.

Nuestra vida es un continuo volver al Padre: necesitamos comenzar y recomenzar muchas veces. Y en cada regreso, podemos descubrir con mayor profundidad la belleza del amor misericordioso de Dios. El Señor no es un dominador celoso, no quiere que sigamos sus leyes movidos por el miedo, sino todo lo contrario: con la misma delicadeza con que respeta nuestra libertad, Dios nos atrae hacia sí con su disposición para perdonarnos siempre.

«He pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo» (Lc 15,21), piensa el hijo menor. En realidad, sabernos hijos de un Padre que es todo bondad y misericordia nos ayuda a entender que el Señor nos quiere incondicionalmente y no se cansa nunca de nuestras infidelidades. «El abrazo y el beso de su papá le hacen comprender que siempre ha sido considerado hijo, a pesar de todo. Es importante esta enseñanza de Jesús: nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del Padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y, por lo tanto, nadie nos la puede quitar»3.


LA PROFUNDIDAD de la misericordia de aquel padre de la parábola se pone de manifiesto en su reacción exultante cuando regresa el hijo menor: el abrazo, los besos, el vestido nuevo y el anillo, la fiesta, el ternero cebado… Pero su misericordia también se revela frente a la reacción del hijo mayor, cuando este último descubre lo que está ocurriendo en la casa. Ciertamente, a veces quizá tendemos a juzgar negativamente a este hermano: nos parece rígido y envidioso. Sin embargo, el padre también se muestra misericordioso con él; no se enfada a pesar de que no había logrado percibir y agradecer su cariño.

«El padre espera a los que se reconocen pecadores y va a buscar a aquellos que se sienten justos»4. En realidad, los dos hermanos son más semejantes de lo que parece. Los dos han acabado viviendo en sus propias seguridades, buscándose a sí mismos, aunque de maneras distintas: uno ha optado por vivir desordenadamente; el otro, al parecer, ha optado por cierta rectitud moral, pero ahora lo encontramos poco feliz, como si se hubiera cansado de hacer el bien. «Es preciso evitar un peligro de tibieza solapada –decía san Josemaría–, que podría llevarnos a estar apartados de Dios y, por tanto, sin eficacia: la tibieza del que piensa que ya ha hecho algo, porque tiene amigos, porque se ha movido externamente, pero no ha quemado, ni ha caldeado el ambiente a su alrededor»5.

«Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31), dice el padre al hermano mayor. El Señor siempre quiere compartir su vida con nosotros, donarnos todo lo que tiene, incluso darse Él mismo. Podemos pedir a María, madre de misericordia, que nos ayude a ver siempre, en primer lugar, las muchas cosas buenas que nos ha dado Dios y que hay en los demás, para nunca alejarnos de la casa del Padre. Y también podemos celebrar y alegrarnos por los deseos de bien y de conversión que están tan profundamente radicados en el corazón humano.


San Juan Pablo II, Homilía, 16-III-1980.
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64.
Francisco, Audiencia, 11-V-2016.
Francisco, Ángelus, 6-III-2016.
San Josemaría, Notas de una reunión familiar, Londres IX-1971.

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