“El celibato sacerdotal, que la Iglesia custodia desde hace siglos como perla preciosa, conserva todo su valor también en nuestro tiempo, caracterizado por una profunda transformación de mentalidades y de estructuras”. La mayoría de los consagrados identificarán ese párrafo, el primero de la encíclica Sacerdotalis Cœlibatus, magisterio del Papa Pablo VI de junio de 1967.
Y aunque deben deslindarse los conceptos de manera precisa, castidad, celibato, sexualidad o el eros tienen al clero en el ojo del huracán, especialmente cuando en últimos días, las revelaciones póstumas del Papa emérito Benedicto XVI dicen mucho de los que se preparan a asumir un celibato nada casto en una doble vida, muchas veces marcada por depravaciones y actitudes que serían veta para una novela del marqués de Sade.
Lo sexual en el clero emerge en medio de una sociedad hipererotizada, A la mano, como nunca, hay mercancía erótica para todo gusto. Antes era tabú, hoy es explotar conductas y hechos considerados como normales e inclusivos, producto de una sociedad “abierta y “tolerante”. Si antes la masturbación era vista “como un acto intrínseca y gravemente desordenado”, hoy esa conducta es “totalmente normal, sin importar si tienes sexo con otras personas o no. La masturbación incluso tiene beneficios para tu salud como reducir el estrés” sin importar edades; ayer, la fornicación era “la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio, gravemente contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana”; hoy, por el contrario, se piensa que “las buenas relaciones sexuales provocan la liberación de hormonas que producen un estado del bienestar (dopamina, oxitocina y serotonina), que alegra la vida y ayuda a mantener un buen nivel de autoestima”.
En este clima, no es raro que castidad-celibato sean entelequias imposibles en una sociedad cuyas virtudes son los vicios que padece. Sin embargo, los signos de los tiempos se encuentran igual en laicos y clero, aunque lo sexual no es nuevo, sí lo es que lo que era prohibido e imposible, se devele como prácticas ordinarias y normales, especialmente las homosexuales.
No hay estadísticas definitivas en cuanto a la vida sexual -y familiar- del clero. Obispos toleran la vida como papás de algunos de sus sacerdotes. Uno de esos casos se descubrió públicamente cuando, en 2017, el padre José Miguel Machorro fue apuñalado en catedral de México. Dejó en la orfandad a tres hijos y su mujer se convirtió en el sostén de la familia. En 2019, un reportaje de la revista Proceso que trató el caso del padre Machorro, afirma que la CEM tapa una realidad por demás difícil: Alrededor del 50% de los 14 mil sacerdotes del clero nacional tienen a escondidas mujer e hijos. Algunas veces, su convivencia de pareja la viven sin aparentes inhibiciones como alguna vez lo describí en un artículo publicado en 2009.
Pero que un sacerdote tenga mujer e hijos, puede ser considerado en la “normalidad”, a pesar de haberse quebrantado los votos y promesas celibatarias. Como escuché de algún sacerdote, “pecaron como Dios manda”, no así otras desafortunadas conductas que manchan las manos ungidas a causa de pecados “nada normales”. Un libro que trató de eso, no obstante el tiempo de haberse publicado la primera edición en 1993, fue La Vida Sexual del Clero del investigador español Pepe Rodríguez. Como bien decía el prólogo, un “libro sorprendente” que da algunas estadísticas sobre las preferencias del clero en España y pueden examinarse en el sitio del autor. Una muestra de 354 sacerdotes da un pincelazo de la afectividad y vida sexual del clero: el 53% mantiene relaciones sexuales con mujeres adultas, el 21% lo hace con varones adultos, el 14% con menores varones y el 12% con menores mujeres. Lo sorprendente del caso es que de ese 100 por ciento, no asoma ni siquiera uno con vida auténticamente casta y célibe.
La muestra dice que el 74% se relaciona sexualmente con adultos, mientras que el 26% restante lo hace con menores dominando la práctica heterosexual en el 65% de los casos, frente al 35% que tienen orientación homosexual. Desde luego hace falta contemplar igualmente las “costumbres” sexuales en solitario de curas y seminaristas como la masturbación cotidiana o el consumo de pornografía al tener a la mano dispositivos que facilitan, sin potenciales consecuencias, la satisfacción de la libido no dejando de lado otras prácticas como frecuentar antros o bares gay y, en caso extremo, pagar por favores sexuales o sublimar sus preferencias como las de aquellos sacerdotes u obispos efebófilos que se mueven contentos rodeados de adolescentes o jóvenes seminaristas que proyectan al sacerdocio.
Desconozco si en el clero mexicano hay estadísticas similares como las de Pepe Rodríguez. Claro que el mejor pulso lo tiene cada uno de los obispos. Saben cuáles son las filias y parafilias de un clero cuya formación tiene muchas lagunas. La hipersexualización e hiperpsicologismo en la lucha por prevenir los abusos quizá desplazan otros elementos esenciales de la formación. Algunos seminarios desmontan el área espiritual avasallándola con extraños aspectos pastorales o curiosas maneras del área humana para ser más abiertos y tolerantes, privilegiando la ideología de género o el homosexualismo, algunos con paladines codeándose en el mismo Vaticano.
Como sea, la erotización de los célibes está presente y cuesta mucho, sea en el ámbito material o espiritual. Eros y clero, como el título del libro de Hubertus Mynarek de 1979, es un binomio a debate y causa prurito, pero hoy mas que nunca cuando el cinismo parece ser virtud y el celibato, carga. Como bien dijo un obispo mexicano: “Si no puedes ser casto, por lo menos sé cauto”. Por cierto, otro tema es el de la sexualidad de la vida consagrada femenina. Un tema poco explorado o convenientemente soterrado. De eso, escribiremos en otra ocasión.