Eres hermosa María… Si no hubiera fe, los hombres te llamarían diosa

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

En primerísima persona, y sin que nadie me lo cuente, puedo dar testimonio de los estragos que ocasiona el pecado, de la tristeza que provoca, de la soberbia que acentúa, del sufrimiento que produce. Son muchos los desajustes y trastornos que provoca en el alma una vida de pecado.

Ahí están las evidencias, los datos duros y las pruebas para hablar de la realidad del pecado, de las complicaciones que provoca en nuestra vida y del daño que nos lleva a causar en la vida de los demás. Además de esas decisiones equivocadas que hemos tomado, y de las que seguramente nos hemos arrepentido, está la constatación que hacemos de esa tendencia, del daño que experimenta la naturaleza humana, y que la doctrina cristiana llama pecado original.

No es un asunto relacionado simplemente con la religión o con la reflexión teológica, sino que es una realidad que se impone hasta por razones empíricas. Sobre las resistencias para aceptar el pecado original, Chesterton escribió con ironía: “Algunos nuevos teólogos niegan el pecado original, que es la única parte de la teología cristiana que puede de verdad ser probada”.

El orgullo, la mezquindad, las imperfecciones, la obstinación en el mal y el egoísmo, apuntan a este pecado que nos afecta de manera estructural. Con su elocuencia y profundidad, Benedicto XVI explicaba así esta realidad, en la reflexión del Angelus del 8 de diciembre de 2008:

“Por desgracia, la existencia de lo que la Iglesia llama «pecado original» es de una evidencia aplastante: basta mirar nuestro entorno y sobre todo dentro de nosotros mismos. En efecto, la experiencia del mal es tan consistente, que se impone por sí misma y suscita en nosotros la pregunta: ¿de dónde procede? Especialmente para un creyente, el interrogante es aún más profundo: si Dios, que es Bondad absoluta, lo ha creado todo, ¿de dónde viene el mal? Las primeras páginas de la Biblia (Gen 1-3) responden precisamente a esta pregunta fundamental, que interpela a cada generación humana, con el relato de la creación y de la caída de nuestros primeros padres: Dios creó todo para que exista; en particular, creó al hombre a su propia imagen; no creó la muerte, sino que ésta entró en el mundo por envidia del diablo (cfr. Sab 1, 13-14; 2, 23-24), el cual, rebelándose contra Dios, engañó también a los hombres, induciéndolos a la rebelión. Es el drama de la libertad, que Dios acepta hasta el fondo por amor, pero prometiendo que habrá un hijo de mujer que aplastará la cabeza de la antigua serpiente (Gen 3, 15)”.

Por esta experiencia personal que tenemos sobre la influencia y las consecuencias del pecado, caemos en la cuenta de lo que otros hermanos pueden estar sufriendo cuando, sin recurrir a la gracia de Dios y a la Virgen Inmaculada, están siendo sometidos y condicionados por una vida de pecado.

Todos tenemos faltas que confesar, pecados que lamentar y situaciones que cambiar en la vida. Pero si la experiencia del pecado, que nos asecha a cada momento, nos hace constatar la tristeza y la amargura que puede producir en nosotros mismos, esto mismo también nos permite imaginar lo que pueden estar viviendo otras personas que han decidido construir sus vidas en la mentira, en la injusticia, en la violencia y en la corrupción.

La propia experiencia sobre los estragos que ocasiona el pecado nos hace ver con preocupación la situación que viven otros hermanos. Cristo nos libera y le da un sentido a nuestra vida, su gracia nos va fortaleciendo para superar el pecado que constantemente asecha a nuestra puerta.

De esta forma, el Espíritu de Cristo que hemos recibido nos lleva a acercarnos de manera fraterna, sin ningún afán puritano, a aquellas personas que se están destruyendo por el pecado. Nuestra preocupación por ellos no se debe a que seamos perfectos. También nosotros hemos vivido las consecuencias del pecado y eso nos hace más humanos y más hermanos para proponerles el camino que nos ha regresado a una vida digna.

Podemos dar testimonio que Cristo nos ha rescatado y nos ha concedido su gracia. Entre más conscientes de nuestra realidad de pecado y entre más agradecidos por la gracia que nos ha rescatado, podemos señalar un camino de reconstrucción para superar la influencia del pecado.

Junto a la gracia que Cristo nos concede es importante referirnos, como lo señala el protoevangelio (Gen 3, 15), a la Santísima Virgen María que fue preservada del pecado original y que se asocia íntimamente a nuestra lucha contra el pecado, aplastando la cabeza de la serpiente.

La fuerza y la inspiración en la lucha más feroz que libramos en la vida nos viene de una mujer, nos viene de María la Tota pulchra, la Inmaculada, la llena de gracia. Si María es Inmaculada, es que Dios ama gratuitamente al hombre porque a través de ella impulsa el misterio de la redención.

En María todo es gracia. No es que “tenga”, “es” gracia, puro don. María no mereció ser Inmaculada, se le dio; fue creada, fue bordada en gracia. También a nosotros, Dios no nos ama porque seamos santos, sino para que lo seamos. Su amor siempre es gratuito y no viene como una paga o un reconocimiento a lo que hacemos.

No es únicamente, como dicen nuestras oraciones acerca de María: concebida sin mancha original. Sin mancha es sólo una referencia negativa. En cambio, Inmaculada entraña algo positivo en sí, plenitud de vida natural y sobrenatural. Una plenitud de gracia, porque Dios es amor y no puede hacer otra cosa que amar.

Viendo de frente a la llena de gracia el P. Pío llega a confesarle su amor de manera muy sentida y emotiva: “Jesús tenía razón… sí, eres hermosa… Si no hubiera fe, los hombres te llamarían diosa. Tus ojos resplandecen más que el sol… Eres hermosa mami. Me glorío de ello. Te amo”.

Sin embargo, la Inmaculada padeció, como nosotros, los sufrimientos de esta vida, como dice San Josemaría Escrivá: “Si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe”.

Su belleza nos transforma y su infinito amor nos fortalece en la lucha contra las tentaciones del enemigo, ya que cuando todo parece acabado, Dios es capaz de hacer lo imposible y derramar sobre esta agotada humanidad nuevos torrentes de vida que nosotros, con nuestras solas fuerzas, éramos incapaces de descubrir. Como reflexiona Ernest Hello:

“Las situaciones desesperadas reclaman inesperados recursos; y como los secretos de María y los de Jesús son inagotables, la Concepción Inmaculada y el Sagrado Corazón no son dones cuya eficacia termine en el acto, sino manantiales abiertos que hay que ahondar, ahondar siempre, y que dan tanto más cuanto más han dado ya. En otros órdenes de cosas, cuando más se toma, menos queda por tomar; en éste, al contrario: los manantiales se enriquecen en proporción a los dones que prodigan, y cuanto más dan, más tienen para dar; cuanto más se les profundiza, más fecundos son y su abundancia crece bajo el deseo que los penetra”.

Aquí es donde encontramos el recurso y la esperanza en nuestra lucha contra el mal. El Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María constituyen el gran don que Dios nos hace, un don que lejos de agotarse, crece cuanto más recurrimos a él y donde se encuentra el remedio a nuestros males, el único manantial que tiene la capacidad de revitalizar a este mundo seducido por el pecado.

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