Resucitado al tercer día y ascendido a los cielo, el Cristo vencedor del pecado y de la muerte, del mundo y del demonio, se queda con nosotros para siempre en la Eucaristía, en modo visible/invisible, hasta que vuelva con nosotros finalmente en la Parusía.
Porque es infinitamente bueno, «Dios es amor», Deus caritas est (1Jn 4,8). Porque Dios es amor es infinitamente bueno. Y porque es amor infinitamente bueno difunde su propia bondad: bonum est diffusivum sui.
Éstas son para los hombres las cuatro revelaciones fundamentales del amor que Dios nos tiene:
Primera, la Creación.
Siendo infinito en el ser, la bondad, la belleza, Dios existe desde toda la eternidad y no tiene ninguna necesidad de las criaturas. Las pone en la existencia, las hace pasar de la nada al ser, movido por un amor inmensamente bueno, que crea las criaturas para que participen de su ser y bondad. Por puro amor y bondad, gratuitamente, las crea y las conserva en el ser: por puro amor y bondad, en Él «vivimos y nos movemos y somos» (Hch 17,28). Ésta es la primera y permanente declaración del amor que Dios nos tiene.
Y el hombre es amor, al ser en el mundo visible, el único ser creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gén 1,26). Por eso el hombre es hombre en la medida en que ama a Dios, a los hermanos, a la creación. Por el contrario, el hombre que no ama, o que ama poco y mal, apenas es hombre: es una falsificación del ser humano verdadero, una caricatura del hombre. Y en esta trágica condición pecadora caen Adán y Eva y toda la humanidad, que de ellos reciben una naturaleza humana herida.
Segunda, la Encarnación del Hijo divino.
El hundimiento del hombre en el pecado de Adán y Eva no tiene remedio por medios naturales: «pecador me concibió mi madre» (Sal 50). El hombre nace afectado de una enfermedad mortal, de la que él, con sus propias fuerzas, no puede salvarse. Por eso San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso: «vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados… pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados» (2,1.4-5). Ésta es la segunda declaración del amor que Dios nos tiene, preparada en nuestro mundo en la historia de la salvación iniciada por Dios en Abraham.
«El Verbo era Dios… Todas las cosas fueron creadas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1,1.3). «Él es la imagen [visible] del Dios invisible, el Primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles… Todo fue creado por Él y para él. Él es antes que todo, y todo subsiste en él» (Col 1,15-17). El Verbo encarnado, nuestro Señor y Salvador Jesucristo, por obra del Espíritu Santo se hizo hombre en las entrañas virginales de María para, como un segundo Adán, iniciar una «nuevo creación», a la que se accede por el agua y el Espíritu Santo en un «segundo nacimiento», que nos da ser «nuevas criaturas».
Tercera, la muerte de Cristo en la Cruz.
El Hijo eterno del Padre, «nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios verdadero, por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo. Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado» (Credo).
El Verbo encarnado «no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres… Se humilló, hecho obediente [al Padre] hasta la muerte, y una muerte de Cruz» (Flp 2,6-8). Ésta es la tercera declaración del amor que Dios nos tiene, una declaración que se perpetúa en la liturgia del la Eucaristía, pues ésta hace siempre actual el Sacrificio de la Cruz en nuestros altares (Pablo VI, Mysterium fidei, 1965).
Cuarta, la Eucaristía, el Corpus Christi.
Resucitado al tercer día y ascendido a los cielo, el Cristo vencedor del pecado y de la muerte, del mundo y del demonio, se queda con nosotros para siempre en la Eucaristía, en modo visible/invisible, hasta que vuelva con nosotros finalmente en la Parusía. Es una «locura de amor» inefable: mysterium fidei.
En ella da cumplimiento fiel a su palabra: «Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20). «Éste es mi cuerpo, que se entrega por vosotros: haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él» (Jn 6,55-56).
Ésta es la cuarta y definitiva declaración del amor que Dios nos tiene. Recordémoslo cada vez que recibimos la comunión: «–El cuerpo de Cristo. –Amén».
¿Quién nos da el Cuerpo de Cristo?
El Padre celestial. Lo dice Jesús claramente: «es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo» (Jn 6,32). Es el Padre, el que «tanto amó al mundo, que le dió su Unigénito Hijo» (Jn 3,16): lo dió en Belén, lo dió en la Cruz, lo da en la Eucaristía. «Pudiera ser que alguno muriera por uno bueno. Pero Dios probó [mostró, demostró, garantizó, reveló, declaró] su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8).
El Verbo encarnado, nuestro Señor y Salvador Jesucristo: Él «entrega su cuerpo y su sangre» en sacrificio de expiación para nuestra salvación (Lc 22,19). «Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,14).
El Espíritu Santo. «Por obra del Espíritu Santo», se realiza en la Virgen María la encarnación del Verbo, Y «por obra del Espíritu Santo» obra Dios la transubstanciación eucarística del pan y del vino en el cuerpo y la sangre del Salvador Jesucristo. Consiguientemente en la Misa, en la epíclesis, antes de la consagración, el sacerdote pide al Padre: «te rogamos que este mismo Espíritu santifique estas ofrendas, para que sean el Cuerpo y la + Sangre de Jesucristo, nuestro Señor» (Pleg. euc. III).
Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, que nos dan el Corpus Christi. Cuando vamos a comulgar, sobre todo, reconozcamos en la fe con toda gratitud que es la Santísima Trinidad la que nos da el pan vivo bajado del cielo.
La Santísima Virgen María nos da el cuerpo de Cristo, que durante nueve meses se ha formado en su seno por obra del Espíritu Santo. Así ha venerado y adorado siempre la Iglesia el sagrado cuerpo de Cristo. Es la fe católica que se expresa muy bien en el Pange lingua, el himno litúrgico compuesto por Santo Tomás de Aquino (+1274) para la nueva solemnidad del Corpus Christi.
Corporis mysterium… nobis datus, nobis natus, ex intacta Vírgine… El misterioso Cuerpo del Cristo glorioso nos ha sido dado, nos ha nacido, de la Virgen inmaculada. Tengámoslo muy presente cuando en la Misa nos acercamos a comulgar: este pan vivo que recibo de la Santísima Trinidad nos ha sido dado, nos ha nacido, de la Virgen inmaculada: nobis natus ex intacta Virgine. Ella nos ha dado el Corpus Christi. Ella, que tantas veces comulgó antes de su Asunción, nos ayude a recibirlo con una fe y un amor semejantes a los suyos.
La Santa Madre Iglesia es la que nos hace posible la comunión eucarística del Cuerpo vivificante de Jesucristo. Es ella, como Madre, la que da a sus hijos este alimento sobrenatural perfecto, esta medicina que tiene fuerza santificante para sanar todas las enfermedades del alma.
La Iglesia nos asegura el verdadero Corpus Christi por medio de sus sacerdotes ministros. Si no hay sacerdotes, no hay Eucaristía, no hay Sacrificio de alabanza y expiación, no hay Pan vivo celestial que baje a nuestros altares. Demos, pues, gracias a Dios que, como nos dice el Vaticano II hablando de los presbíteros,
«siendo el solo santo y santificador, quiso tomar a hombres como compañeros y ayudadores que le sirvieran humildemente en la obra de la santificación. De ahí que los presbíteros son consagrados por Dios, a fin de que, hechos de manera especial partícipes del sacerdocio de Cristo, obren en la celebración del Sacrificio [eucarístico] como ministros de Aquel que en la liturgia ejerce constantemente, por obra del Espíritu Santo, su oficio sacerdotal en favor de nosotros» (Presbyterorum ordinis 5).
Pidamos, pues, a Dios que suscite en la Iglesia sacerdotes santos y numerosos, de modo que nunca nos veamos privados del Corpus Christi, del pan vivo bajado del cielo.
P. JOSÉ MA. IRABURU.
InfoCatólica.