Ciertamente no pasó desapercibida la temeraria entrevista de Francisco en el «Corriere della Sera» del 3 de mayo, aquella en la que hablaba de «la OTAN ladrando a las puertas de Rusia» y del Patriarca Cirilo como “monaguillo de Putin”.
Esa entrevista es considerada ahora la quintaesencia del pensamiento del Papa sobre la guerra en Ucrania. Por eso no sorprende que las críticas se hayan centrado en ella. Entre las cuales ha impactado una en particular, entre otras cosas porque provino de ese campo católico progresista que más apoya al actual pontificado.
La firmaron cuatro autorizados académicos de tres países y dos continentes, y se publicó en dos medios emblemáticos del catolicismo progresista de calidad: el “National Catholic Reporter” y “Il Regno”.
La crítica de los cuatro firmantes está sólidamente argumentada y fue recibida en Santa Marta con irritación, sin que Francisco diera después la menor señal de acoger sus pedidos de claridad en sus acciones y palabras sobre la guerra.
Pero, a su vez, las críticas de los cuatro eruditos encendieron un debate a favor y en contra de sus argumentos. En Italia, por ejemplo, el historiador de la Iglesia Alberto Melloni, cercano a uno de los cuatro desde hace años, respondió que no, que Francisco “no debe decir nada más o diferente” de lo que ya dice, porque está en una “longitud de onda” propia, que viene de lejos y va lejos, “entre la diplomacia y la profecía”.
La intervención siguiente es la última -y hasta ahora la más razonada- de las críticas al texto de los cuatro firmantes, muy apreciada en algunos aspectos y rebatida en otros. El autor es el profesor Pietro De Marco, estudioso de la historia y de la teología, y ex profesor de sociología de la religión en la Universidad de Florencia y en la Facultad de Teología de Italia Central.
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SOBRE LA CARTA DE BREMER, ELSNER, FAGGIOLI Y STOECKL
por Pietro De Marco
Transcurridos unos días, el texto firmado por Bremer, Elsner, Faggioli y Stoeckl y publicado en Estados Unidos en el “National Catholic Reporter” y en Italia en “Il Regno” sigue teniendo una notable resonancia, ya que representa una inusual voz crítica, dentro de la misma cultura postconciliar, respecto al papa Francisco y a la Santa Sede, en lo que se refiere a la invasión rusa en Ucrania.
El tema del desacuerdo es el método y los términos utilizados por Roma en su relación con la jerarquía ortodoxa rusa, sobre todo con el patriarca Cirilo. Los autores piden que el papa Jorge Mario Bergoglio tome nota de la metódica instrumentalización de sus acciones y palabras por parte de Rusia, y se oponga a ella, hablando con una nueva claridad que haga difícil la falsificación de sus intenciones en la opinión pública y eclesiástica rusa.
Su argumentación se desarrolla principalmente en el terreno de los estudios ecuménicos, de donde probablemente surgió la decisión de elaborar este documento. Salvo Massimo Faggioli, profesor en la Universidad de Villanova en Filadelfia, quien es historiador (de origen boloñés) del Concilio Vaticano II y ensayista, Regina Elsner y Kristina Stoeckl son jóvenes estudiosas de la ortodoxia rusa postsoviética, una en Berlín y la otra en Innsbruck, mientras que Thomas Bremer enseña ecumenismo en Münster y publica en prestigiosas colecciones dedicadas al Oriente cristiano.
Lo que más aprecio en el documento es lo rotundo de los juicios sobre los protagonistas de la guerra en curso. Escriben: “La visión de Francisco sobre el conflicto presenta importantes lagunas. La idea de que Rusia está defendiendo un interés legítimo de seguridad nacional en Ucrania y que la OTAN supuestamente ha violado este interés con sus expansiones pasadas es engañosa. ¿Seguridad para quién?”. Y los cuatro eruditos se refieren a la represión en Rusia de la opinión libre, de la prensa crítica, de la oposición política, para la que no se aplica ninguna seguridad. Además, la valoración crítica de las declaraciones en boca del Santo Padre es igualmente clara. Al igual que la afirmación de que cualquier esfuerzo de “equilibrio” entre las partes beligerantes es susceptible de ser manipulado por los medios de comunicación rusos, hasta el punto de hacer que el Papa de Roma parezca estar de acuerdo con el clima justificador de la agresión que marca la alianza entre Cirilo y Putin.
Pero la primacía que el documento otorga a las razones ecuménicas produce una especie de distorsión.
No quiero reprochar a los autores que hayan querido hacer lo que han hecho, es decir, crear una alarma sobre los perjuicios para el ecumenismo católico-ortodoxo derivados de la actual incoherencia político-religiosa que caracteriza a Roma. Lo cierto es que el horizonte de las relaciones ecuménicas es en estos momentos el menos importante, sea cual sea el nivel de realidad que se considere, ya sea el marco beligerante local y los efectos euroasiáticos, o la relación entre Europa y América y lo que queda de la Rusia imperial y soviética, o la posición internacional de la Santa Sede.
El juicio sobre la guerra -sobre el que ya he escrito en Settimo Cielo– es y debe considerarse independiente del horizonte ecuménico: es una cuestión «de justitia et iure», y de la capacidad del magisterio actual para situarse en este nivel, como le corresponde.
Que haya una práctica manipuladora de las palabras del papa Francisco es mucho menos grave que las razones profundas que generan, desde el comienzo, la reticencia y la vaguedad humanitaria que prevalecen en sus palabras. La franqueza exhibida por Francisco con Cirilo sólo se refiere a la supuesta dependencia culpable del patriarca respecto al príncipe. Pero la acusación de ser “monaguillo de Putin” es sólo la parodia de una relación que pertenece a la milenaria “sinfonía” ortodoxa. La acusación de ser un “monaguillo” es una peculiaridad polémica común al mundo católico progresista, que a lo largo del tiempo he visto utilizar contra los teólogos que no se alineaban. Siempre me ha parecido una invectiva presuntuosa y para nada racional.
Ciertamente, las Iglesias ortodoxas deben darse cuenta urgentemente de que ya no coexisten con un príncipe cristiano, y que la persistencia de las instituciones canónicas y constitucionales que parecen confirmar una profunda integración entre la Iglesia y el Estado ya sólo puede ser dictada por un realismo político y una razón de Estado contingente, sin más fundamento que el pragmático. Un umbral crítico ineludible para la teología política de la ortodoxia mundial.
De todos modos, no hay “sinfonía” en la Rusia religiosa de Putin, ni estamos autorizados a dudar seriamente de la fe del presidente y del patriarca. Avanzar en esta dirección moralista es un error estratégico, incluso ecuménico.
No es la polémica personal que puede disolver en Cirilo la convicción de que la guerra de Putin se lleva a cabo según la necesidad y la justicia. Según el criterio estricto de que el “enemigo” no es alguien a quien despreciamos y desclasificamos, no sirve decir que Cirilo está al servicio de Putin. Este es otro nivel de juicio. Y si no se distingue la guerra del mal en general, si no se reconoce su especificidad y, a menudo, su génesis en la justicia para una de las partes -y ésta es ciertamente la posición de los ucranianos, una justa autodefensa-, no se pueden socavar las razones esgrimidas por la parte injusta.
La posición de Cirilo es inválida, no porque sea pro-Putin, sino porque los motivos que unen al príncipe y al patriarca son infundados, engañosos y la causa directa de los males actuales en curso. En resumen, es el “ius in bellum” del Kremlin el que debe ser refutado, en su propio orden.
Se debe entrar en la razón de los hechos. La estrategia de “no me importan tus motivaciones, aunque tuvieras razón, porque la guerra sólo es mala”, no funciona. En el fondo es errónea y es “cristiana” en un sentido vago, para destinatarios filantrópicos. Como escribió C.S. Lewis en “Mere Christianity”, es “cristiana” en un sentido en el que el término “cristiano” se vuelve inútil, porque simplemente significa “bueno”.
La crítica sabe desde hace tiempo que La Fontaine era un pensador político, no un escritor para niños. La fábula “El lobo y el cordero” ha trazado durante siglos el esquema perfecto de la actitud moral y práctica de Vladimir Putin como de muchos gobernantes antes que él. Poco importa que el pueblo ucraniano, por su virtud y suerte, no sea un cordero.
Merece una mención aparte la sección final del trabajo de Bremer, Elsner, Faggioli y Stoeckl. Allí se expresa el temor a una alianza neoconservadora de Francisco con la Rusia de Putin. Mi sensación es que esta parte del texto es de mano italiana, ya que, de hecho, aparece una referencia a las simétricas y depreciadas alianzas entre los opositores del papa Francisco en Roma y los “neoconservadores” en Estados Unidos, objetivo recurrente de la pluma de Faggioli. Ahora bien, hay que afirmar con fuerza que el plano de la justicia internacional y del “ius in bellum” (que nos hace elogiar hoy a la Unión Europea y a los Estados Unidos) y el de la moral de la persona y el terreno bioético últimos son claramente distintos. Que uno no arrastre al otro con él, como desgraciadamente ocurre.
El escándalo que ofrece el patriarca Cirilo, por su consonancia con la guerra de agresión de Putin, no afecta a las posiciones legítimas de las Iglesias cristianas, ortodoxas y no ortodoxas, respecto a las cuestiones de bioética, los llamados asuntos sensibles de la vida y de la antropología bíblica. Y viceversa: un posible consenso con las preocupaciones teológicas de Cirilo no puede convertir a nadie en cómplice de Putin.
De hecho, los acontecimientos de los últimos dos-tres años, que han inmovilizado a las poblaciones y al comercio internacional, primero bajo el peligro del Coronavirus, ahora bajo el impacto global de una guerra en Europa, han revelado un mundo conservador y minoritario, dentro de las Iglesias cristianas, dispuesto a afrontar las emergencias (que la historia de la humanidad conoce desde hace milenios) como umbrales de crisis apocalípticas. Esta respuesta se manifiesta tanto en la forma de pánico del antivacunismo como en la de un pro-putinismo argumentado en forma diferente.
Se han utilizado todas las herramientas acumuladas por las neurosis antisistema de las últimas décadas: la deslegitimación del enemigo imperante en los conflictos políticos de la posguerra, las teorías de la conspiración al alcance de todos, los refinados productos neomarxistas del nuevo “imperio” mundial, la negación paranoica de todo lo que proviene de la información “oficial”.
Pero precisamente esta producción de “paquetes ideológicos” ha puesto en evidencia hasta qué punto nuestra libertad de análisis puede desentrañarlos, desagregarlos. Otra es la lucha seria y necesaria contra el horror manipulador de la vida, las derivas posthumanas, otra es el juicio racional sobre las vacunas, el precioso resultado de los laboratorios que no son ni sedes demoníacas ni instrumentos infames de enriquecimiento. La defensa de la antropología cristiana (la dignidad del hombre, el valor constitutivo de la pareja hombre-mujer, el derecho natural) no puede permitirse el lujo de lanzar infamias a los biólogos o a los gobernantes. Es irracional e inmoral hacerlo.
Así, las conocidas sugerencias antimodernistas producidas por los ideólogos de Putin, que podemos hacer objeto de reflexión (derivan de las culturas europeas de la época romántica y no de arcaísmos inexistentes del “espíritu ruso”), no tienen nada que ver con cualquier delegación a Putin para procurar la salvación espiritual de Occidente.
Lamentablemente, este frente conservador cristiano, no protegido por los virus ideológicos (la alienación universal, la dominación oculta del capital, los “reinicios” mundiales) que ha incorporado sin prudencia, será destruido por su misma ingenuidad.
Recíprocamente, se entiende, los verdaderos valores europeos defendidos hoy con las armas, en Ucrania, no son los valores del Último Hombre. La admiración por una Europa que hoy resiste la demostración de fuerza de Putin (tanto más ofensiva cuanto que supone nuestra fragilidad y cobardía) no implica que se pueda aceptar, ni hoy ni mañana, como propio del destino de Europa el desorden libertario, moral y civil que suelen promover en la Unión Europea el Parlamento y la Comisión. Las mismas naciones que están en primera línea para Europa hoy son hostiles al advenimiento de la Europa anticristiana de los salones.
Las ofertas ideológicas opuestas, en paquetes cómodos y vinculantes de verdades y valores y opciones, “todo incluido”, deben ser rechazadas, con una conciencia añadida.
Para concluir. Introducida en esta coyuntura y en estos términos, la cuestión ecuménica corre el riesgo de opacar el marco político y diplomático. Ese juicio firme sobre el “enemigo”, que falta en la Roma pontificia, no implica la negación de lo que la Iglesia rusa, en su cumbre, tiene que decir a las demás Iglesias cristianas. Es simplemente un enlace irrelevante.
El enemigo debe ser derrotado, está en el orden de las cosas contra todo pacifismo. Pero se le deberá mucho a la civilización rusa, después de la guerra no menos que antes de la guerra, con una nueva lucidez. Pensemos en la relación de amor y odio, de admiración y destrucción, de competencia y dependencia, que en la historia europea ha acompañado la relación entre las civilizaciones de Francia y de Alemania.
Por SANDRO MAGISTER.
CIUDAD DEL VATICANO.
MARTES 7 DE JUNIO DE 2022.