Durante mi adolescencia dejé la práctica religiosa por dos motivos: uno, por los pecados propios y, otro, por ver el “modelo” del joven varón que había en las parroquias: aburrido, afeminado, poco viril… Claro que seguramente, en algunos casos, exageraba para tener una excusa para no ir a Misa. Pero la exageración siempre parte de una base.
Sólo luego de algunos años entendí que no todos los varones en la Iglesia eran así y decidí, por gracia de Dios, volver.
La actual dialéctica marxista de oponer al varón contra la mujer ha hecho que, lamentablemente, la misma figura del hombre, de quien tiene cromosomas “xy” (vale aclararlo hoy en día) se haya desmoronado.
Basta para esto ir a las tiendas de ropa para darse cuenta: la ropa es casi completamente “unisex” y es difícil encontrar ropa de hombre más allá de la diferencia de talles.
Esto mismo, unido a la ideología de género imperante, ha hecho que se haya desatado una verdadera crisis de la masculinidad. Por el ataque permanente contra lo varonil.
La otra tarde, me contaba mi hermano, una joven venía con las dos manos llenas del supermercado y no “tenía manos” para abrir la puerta del edificio. Mi hermano (porque mi padre nos educó así), se adelantó para abrirle la puerta como un caballero.
La chica, en vez de agradecer, le dijo en tono despectivo:
– No soy discapacitada – a lo que mi hermano le respondió:
– ¿Estás segura?
Esta crisis actual, que va desde la ropa unisex a la prohibición del clásico “piropo” va haciendo mella en las generaciones al punto tal que, las mujeres dentro de unas décadas ya sí dirán con todo derecho que “no hay hombres”; no hay hombres porque no se le dejará ser tales.
Es decir: vivimos, en muchos ambientes, un mundo “afeminado”.
Esta es la razón por la cual, hoy, en la fiesta de San José, el varón que Dios quiso poner como padre putativo de Jesús, recordé un librito leído hace años titulado así: “Salvaje de corazón”.
El autor, John Eldredge, no es católico, es protestante y escribió esta obra hace más de veinte años anticipándose en el tiempo. A simple vista, parece un libro de auto-ayuda para varones cristianos en el cual, amén de las falencias propias de alguien que no posee la verdad completa, dice muchas verdades naturales a partir de la fenomenología y la principal es esta, si uno debiera resumirlo: y es que, el mundo moderno ha terminado por matar al hombre, ha matado su esencia, lo ha pulverizado detrás de una computadora mientras él, anhela por vivir salvajemente.
Pero… ¿Cómo pensó Dios al hombre?
Dios pensó al varón como a un ser aventurero, dominador “para que domine” dice el Génesis:
“Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza; que domine sobre los peces del mar y las aves del cielo, sobre las bestias domésticas, y sobre toda la tierra y todo reptil que se mueve sobre la tierra”.
El papel del varón entonces, no es estático, sino dinámico. Su vida, desde pequeño, como con los temperamentos, se muestra más “activa” que la de la mujer, naturalmente más contemplativa; es la educación la que hace que el hombre, poco a poco, deba ser formado en la contemplación.
El varón tiende, por naturaleza, a dominar las cosas, a encontrarle el sentido; a desarmarlas y a volverlas a armar.
Y esto se ve, más claramente, como en los temperamentos, cuando uno es niño, antes de la educación.
El varón, el niño, es ante todo ese loco aventurero que vuelve con la camiseta rota, el pantalón hecho pedazos pero con la cara contenta. Poco a poco, la educación (que debe existir, claro está, pues no somos rousseanianos), va haciendo que vayamos domesticando a esa bestia para enseñarle buenos modales.
Pero es en la selva, en lo salvaje, en lo agreste que el hombre encuentra su misión: como Moisés escapando del faraón, como San Juan Bautista en el desierto o como Cristo en la montaña.
Todo hombre, especialmente cuando es más pequeño, busca el desafío, busca la aventura, busca el riesgo; y sólo se detiene ante su gran enemigo: el miedo.
Porque el miedo es el único enemigo del varón.
Podríamos decir entonces, siguiente a Eldredge que, todo varón posee, por naturaleza, un anhelo desesperado por:
– Una batalla que pelear.
– Una aventura que vivir
– Una bella que rescatar.
1. Una batalla que pelear
Pero… ¿cuál es la razón, se preguntan las madres, por la que, los hijos cuando son chicos, a veces pelean a puños con otros? ¿Por qué a los hombres nos gustan naturalmente las películas de acción?¿por qué a veces, a un varón, en un semáforo, se le pone en la cabeza que debe ganarle con su vehículo al que está al lado?
Porque hay en el corazón del hombre un deseo natural por mostrar su dominio, por mostrar su valor, por ser el héroe que ganó en la batalla.
Y esta es la razón por la que lucha de pequeño, aún por pequeñeces.
Porque quieran o no; el varón se hace a los golpes.
Esta es la razón por la que, cuando hay una guerra -o al menos en el pasado en Argentina- tantos jóvenes de apenas 16 años pedían por favor alistarse para ir a pelear por unas islas, las Malvinas, que apenas conocían de nombre, aun sabiendo que no podrían volver.
Y todo hombre, es en esta lucha, jerárquico: pues apenas el varón sabe quién es el que manda, él se somete de modo natural.
Y es una batalla por pelear, aún consigo mismo, porque “el reino de los cielos es de los que se hacen violencia”, decía el Señor.
2. Una aventura que vivir
El juego es un modo excelente de ver lo que hay en el corazón de toda persona. Es allí cuando vemos qué tiene adentro.
Es claro que, el juego de niños y el juego de niñas, es distinto por naturaleza. Y no sólo como cuando, antes, cuando éramos chicos, se jugaba con lo que uno tenía a mano, sino también hoy, con los juegos electrónicos: no juega igual el varón que la mujer. Ni juega a lo mismo.
El varón busca, aún en la ficción, aún en la mediocridad de nuestros aparatos modernos, la aventura. De pequeños, nadie jugaba a ser oficinista, o a escribir en una computadora o a poner sellados en los papeles…
Todo hombre quiere desempeñar el papel de héroe. Y, si no es el héroe, es quien sigue al héroe, cuadrándose ante él, dando la vida por él. Aún en la aventura, que está escrita en su corazón.
La aventura de hacer una casa en un árbol; la aventura de cruzar un río que parece un mar; la aventura de entrar en una casa vacía de noche…
(Tengo muchas anécdotas de mi infancia pero hay una sola, una, que nunca se me pudo borrar de la memoria y fue cuando, teniendo yo 7 años, mi padre nos llevó a dormir a una sierra, en Córdoba, con mis hermanos: el más grande tenía 9, yo 7 y el otro 5. Fue sólo una noche, habremos subido apenas 300 metros, pero para nosotros fue algo único: nos pareció un mes, hicimos fuego en la montaña, creíamos que éramos Rambo…)
La aventura, la aventura…
Pone a prueba al hombre; y el varón quiere ser admirado, quiere que lo miren, especialmente, quiere que lo mire su padre:
– “¡Mira cómo lo hago!¡miráme!
Pero no…; con excesivo cuidado, a veces, sobre todo las mamás, que no entienden a ese salvaje de corazón que llevamos dentro (y no lo entienden no porque sean malas, sino porque no entienden nuestra simplicidad), quieren que sus hijos se críen para ser oficinistas:
– ¡Bájate del árbol!
– ¡No saltes desde ahí!
– No corras que te vas a resbalar…
Es que esto es lo que nos constituye y nos va formando como hombres.
Necesitamos de la aventura como la mujer necesita de la conversación. Y necesitamos de los golpes…
Necesitamos ponernos a prueba y mostrar que podemos; porque la naturaleza del varón está hecha para eso; está hecha para probarse y proteger.
3. Una belleza por rescatar
Un autor impío, Nietzsche, decía que “un verdadero hombre quiere siempre dos cosas: el peligro y el juego. Por eso ama a la mujer: el juego más peligroso”.
Es que, la mujer, es la ayuda adecuada: (“no es bueno que el hombre esté solo, dice Dios en el Edén: le haré una ayuda adecuada”.
La mujer está hecha para el varón y el varón está hecho para la mujer, digan lo que digan hoy. Y, de ello, se da cuenta el varón apenas comienza a tener uso de razón, aunque, en su primera infancia, más bien la desprecie por ese natural modo de ser de cada uno: “las niñas no juegan como los niños”, no tienen ese modo bruto que al varón le gusta. La mujer se relaciona con la palabra mientras que el varón se relaciona con el cuerpo.
Pero, todo varón, en su interior, anhela ser quien pelee una aventura para rescatar a una princesa; quiere ser quien venza al dragón, desea el peligro que implica jugarse por ella. Por eso, desde pequeño, el varón debe ser educado en ese sentido principesco de la vida, “principesco” no en el sentido de “delicado”, sino de “principios”. La mujer es “cosa sagrada” nos enseñaban cuando éramos chicos; y las cosas sagradas no se tocan, no se golpean, se protegen.
Y cuando ese deseo de proteger a la mujer, ese deseo de ser valorado por ella disminuye, el varón se atemoriza, se disminuye, se evapora, se afemina…; que es lo que está pasando hoy; y sólo surge de modo bestial en situaciones límites, porque sólo el límite hace salir de nosotros lo que llevamos dentro.
Conclusión
Hoy, en la fiesta de San José, ese varón destinado por el Señor para ser el esposo de la Santísima Virgen María y el educador de Nuestro Señor Jesucristo a lo largo de su infancia, pidámosle que, por su intercesión, Dios nos conceda santos varones, que den el buen combate de la Fe, en defensa de la mujer y de la Esposa de Cristo, que es la Santa Madre Iglesia.
P. Javier Olivera Ravasi, SE