En este día, 7 de Marzo de 2021, celebramos el Tercer Domingo de Cuaresma, Ciclo B, en la liturgia de la Iglesia Católica. El pasaje evangélico de hoy es de San Juan (2, 13-25) el cual presenta a Jesús expulsando a los mercaderes del Templo en los días cercanos a la celebración de la Pascua de los judíos.
El Templo. El Templo de Jerusalén era un edificio imponente, reconstruido en tiempos de Herodes el Grande y destruido por los romanos en el año 70 de nuestra era cristiana. Contaba con dos partes: un recinto de libre acceso conocido como el atrio de los paganos que funcionaba como plaza pública para todos, y el santuario que era inaccesible a los no judíos. En la primera parte la gente se juntaba para recibir la enseñanza de la Ley. Ahí también se ubicaban los vendedores de animales para las ofrendas y los cambistas de monedas, ya que solamente se podía pagar el impuesto del templo con la moneda oficial judía. El Templo era el corazón de la vida de Israel. En él se ofrecían a diario el holocausto y los sacrificios de incienso así como la oración cotidiana. Tres veces al año, o al menos en la Pascua, los israelitas del país y los que vivían en naciones lejanas debían subir al Templo en peregrinación. En ese lugar sagrado se inmolaba el cordero pascual para ser consumido en las casas.
Actitud profética de Jesús. Jesús amaba el Templo y lo llamaba la “Casa de mi Padre”. En la historia de Israel, el Templo había sido profanado muchas veces tanto por los reyes impíos de Judea como por los invasores extranjeros. Cada vez que eso ocurría el pueblo y sus autoridades sentían el deber de purificarlo. Jesús, en cambio, lo encontró profanado desde dentro ya que algunos sectores de la aristocracia sacerdotal, sobre todo la familia del Sumo Sacerdote Anás, monopolizaban la administración del Templo y fomentaban un negocio abusivo en el recinto sagrado. Jesús expulsa a los vendedores y cambistas del Templo porque han convertido en un mercado la casa de su Padre Dios. Se trata de un gesto de autoridad que, según las profecías, debía realizar el Mesías. Jesús cumple y aprueba las prácticas cultuales del Templo, aunque condena el formalismo que las ha viciado. Exige que se respete el Templo, a pesar de que predice también su próxima destrucción. Los temas centrales de este episodio son dos: la purificación del Templo de Jerusalén y la erección de un nuevo Templo que es el Cuerpo de Jesús.
El Templo es Jesucristo. En tiempos de Jesús existía la convicción de que el Mesías construiría un Templo nuevo. Por eso las autoridades judías preguntan a Jesús: “¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así? Y él responde: “Destruyan este Templo y yo lo levantaré en tres días”. Los judíos juzgaron como una presunción la respuesta de Jesús porque esa edificación había durado 46 años, pero el Evangelista Juan clarifica que Jesús hablaba del Templo de su cuerpo: “Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho”. Al morir Jesús en la cruz, los evangelistas afirman que se rasgó el velo del Templo de Jerusalén y así el santuario perdió su carácter sagrado. De esta manera, los creyentes cristianos comenzaron a ver en el Cuerpo crucificado de Jesucristo el Templo nuevo y verdadero, santuario de carne que es reedificado en su resurrección y en donde hay que celebrar el nuevo culto en espíritu y en verdad. Luego comprendieron que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo y Santuario de Dios. Por eso, al consagrar nuestros templos cristianos adquieren pleno sentido como espacios sagrados que nos comunican con el único Templo que jamás será destruido, es decir, Jesucristo. En esta revelación descubrimos también a la persona humana como un templo que debe ser respetado, por encima de cualquier condicionamiento personal, social o cultural. Cada cristiano es templo de Dios, santuario del Espíritu Santo y piedra viva del Cuerpo de Cristo.