* Cuanto más alta se alza la estatua, tanto más duro y peligroso es después el golpe en la caída. (Surco, 269)
Oímos hablar de soberbia, y quizá nos imaginamos una conducta despótica, avasalladora: grandes ruidos de voces que aclaman y el triunfador que pasa, como un emperador romano, debajo de los altos arcos, con ademán de inclinar la cabeza, porque teme que su frente gloriosa toque el blanco mármol.
Seamos realistas: esa soberbia sólo cabe en una loca fantasía.
Hemos de luchar contra otras formas más sutiles, más frecuentes:
- el orgullo de preferir la propia excelencia a la del prójimo;
- la vanidad en las conversaciones, en los pensamientos y en los gestos;
- una susceptibilidad casi enfermiza, que se siente ofendida ante palabras y acciones que no significan en modo alguno un agravio.
Todo esto sí que puede ser, que es, una tentación corriente:
- El hombre se considera, a sí mismo, como el sol y el centro de los que están a su alrededor.
- Todo debe girar en torno a él.
- Y no raramente recurre, con su afán morboso, hasta la simulación del dolor, de la tristeza y de la enfermedad: para que los demás lo cuiden y lo mimen.
La mayor parte de los conflictos, que se plantean en la vida interior de muchas gentes, los fabrica la imaginación:
- que si han dicho,
- que si pensarán,
- que si me consideran…
Y esa pobre alma sufre, por su triste fatuidad, con sospechas que no son reales.
Su amargura es continua y procura producir desasosiego en los demás:
- porque no sabe ser humilde,
- porque no ha aprendido a olvidarse de sí misma para darse, generosamente, al servicio de los otros por amor de Dios. (Amigos de Dios, 101)
Por SAN JOSEMARÍA.