Recordemos a Santa María el sábado: “ El Sábado [ Santo ], según muchos santos y teólogos, fue el día de la fe absoluta y perfecta de María: fue el día, en la formulación más radical de la tesis, en que la fe permaneció sólo en la Santísima Virgen, de modo que sólo ella era entonces la Iglesia «.
En la Iglesia Católica, el sábado es un día desde tiempos inmemoriales consagrado a María. ¿Por qué?
La importancia y actualidad de esta pregunta está subrayada por el mensaje de Nuestra Señora a los pastorcitos de Fátima, apropiadamente definido como el evento más importante del siglo XX.
En efecto, en él, la práctica de la comunión reparadora de los primeros sábados de mes y la consagración de Rusia a su Inmaculado Corazón son las condiciones explícitamente requeridas para evitar el terrible castigo que se cierne sobre el mundo por los pecados de los hombres.
Para comprender adecuadamente estas peticiones, no debemos olvidar que María, la más humilde y sencilla de las criaturas, ha reunido en sí misma un tesoro de sabiduría inagotable: es la madre del Verbo Encarnado, de ese Dios que “ha dispuesto todo con medida, número y peso» (Sb 11, 21), la misma Sabiduría increada.
Para ella, como para su Divino Hijo, no existe el azar, pero cada nombre, cada lugar, cada día tiene su significado misterioso. Por lo tanto, es evidente cómo la elección de devoción de Nuestra Señora, el sábado en Fátima, debe tener una relación profunda con la situación actual del mundo y de las almas.
Perfecta fe de María
El sábado, según muchos santos y teólogos, fue el día de la fe absoluta y perfecta de María: fue el día, en la formulación más radical de la tesis, en el que la fe permaneció sólo en la Santísima Virgen, de modo que sólo ella era entonces la Iglesia.
Non exstinguetur in notte lucerna eius (Prov 31,18): María fue la llama ardiente, la lámpara inextinguible que iluminó con su fe la terrible noche de la Pasión.
Mientras la oscuridad caía sobre el Gólgota, dice Pío XII, al pie de la Cruz resplandecía la estrella de María, Maris stella, Madre del Crucificado y Madre nuestra.
Mientras todo a Su alrededor se tambaleaba con miedo, Ella se quedó como una columna inmóvil.
Stabat iuxta crucem mater eius (Jn 19,25). Aun en el sufrimiento atroz, María guardaba perfecto recogimiento e inefable calma; plenamente consciente de lo que sucedía, se sometió heroicamente a los designios de la Divina Providencia y ofreció espontáneamente a la Divina Justicia el sacrificio de su Hijo por la salvación del género humano.
Fue durante la Pasión que María conquistó la corona y mereció ser asociada a la Redención de su Hijo.
La Pasión de Jesús, para ella había comenzado desde su nacimiento y toda su vida fue una larga muerte, un largo martirio. Pero el culmen del dolor, aún más que al pie de la Cruz, lo sintió en Jerusalén, después de que se cerró la pesada losa del sepulcro. Terribles fueron las tinieblas del Calvario, pero ¿qué mayor oscuridad que un mundo privado de la presencia del Salvador?
En el Gólgota, la soledad de María aún no era total: en su inmenso dolor, permanecía la alegría de poder contemplar el Cuerpo adorable del Redentor. Pero cuando la piedra fue rodada contra la boca del sepulcro, la última espada muy afilada de Simeón (Lc 2,35) se clavó en el purísimo corazón de la Virgen..
El sábado fue el día más amargo para Nuestra Señora en el que participó en grado sumo del mismo abandono y de la misma aflicción misteriosa de su Hijo en el Calvario. Nunca como en este día María hizo suyas las palabras de Jesús que, como le reveló a Santa Brígida, nunca más podrían dejar su mente por el resto de su vida: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?«.
El sábado María estaba sola.
Pero el sábado, el día de las tinieblas más profundas y del abandono más cruel, fue también el día en que su fe resplandeció más sublimemente.
A María, la más perfecta de las almas después de Jesucristo, se aplican de manera excelente las palabras de san Pablo: Iustus ex fide vivit (Rm 1, 7). Nunca ha habido ni habrá una fe más intensa que la suya. “Bienaventurada la que creyó, porque se ha cumplido lo que el Señor os ha dicho” (Lc 1,45). Como en el momento de la Anunciación, también en el de la Pasión su acto de fe fue perfecto.
Al pie de la Cruz, nunca dejó de creer que su Hijo era verdaderamente el Hijo de Dios, Dios mismo, vencedor del demonio, del pecado y de la carne.
Sin embargo, este sublime acto de fe no terminó el Viernes Santo, sino que se prolongó e intensificó a lo largo del sábado, día en que la fe de María, como su dolor, alcanzó su punto máximo.
El Gólgota aún había conocido algunos destellos de luz: los actos de fe del buen ladrón y del centurión, que reconocieron la divinidad de Jesucristo en la hora de la cobardía y el abandono.
Pero el sábado, María estaba sola: sola en su fe heroica y en su dolor sin límites.
¿Dónde estaba, en efecto, la fe de los Apóstoles durante la Pasión?
«Absolutamente nadie -comenta San Agustín- ni siquiera el que había protestado: estaré contigo hasta que muera» (Enarratio en el Salmo 138).
¿Y en qué otro apóstol buscar la fidelidad, si ésta faltaba en el príncipe de ellos, en aquel que había sido destinado a ser el fundamento visible de la fe de los demás y por esto también mereció entrar en el sepulcro delante de Juan ?
Juan, es cierto, siguió a Nuestro Señor hasta el Calvario, pero, según San Antonino, si estaba cerca de la Cruz en el cuerpo, estaba lejos de ella en la mente, ni siquiera él creía en la divinidad de Cristo.
Juan, observan los Padres, durante la Pasión representó a la Sinagoga, mientras que Pedro representó a la Iglesia.
Al llegar al Sepulcro, «vio las vendas en el suelo, pero no entró» (Jn 20,5), porque la Sinagoga, dice San Gregorio Magno, a pesar de conocer los secretos de la Sagrada Escritura, dudó en creer en la Pasión del Señor. El que había profetizado durante tanto tiempo y de tantas maneras lo vio presente, pero no quiso creer en él.
Nuestro Señor se dirigió a todos los Apóstoles, sin excepción, cuando dijo: “Esta noche todos vosotros os sentiréis ofendidos por mí; porque escrito está: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26, 31).
Y cuando se les apareció después de la Resurrección, mientras estaban a la mesa, el evangelista, después de precisar que eran once, es decir, todos ellos, escribe que Jesús «les reprochaba su incredulidad y dureza de corazón, porque habían no creían los que ‘le habían visto resucitado’ (Mc 16,14).
Las piadosas mujeres fueron ciertamente más valientes que los Apóstoles durante la Pasión, pero ¿dónde estaba su fe en ese sábado terrible? No huyeron, sino que «lloraron y se lamentaron por él» (Lc 23, 27); tenían compasión humana, ternura de corazón y de sentimiento, pero no eran capaces del acto heroico de fe sobrenatural requerido en ese momento.
¿En quién de ellos buscar la fe, sino en Santa María Magdalena, la primera en devoción y amor por Jesús, creyó en su divinidad, antes de la Resurrección?
La única, la Virgen, no trajo los aromas y ungüentos al sepulcro, como las piadosas mujeres; no lloró, ni buscó entre los muertos al que vive, como la Magdalena; no se sorprendió, como Pedro; ni, frente al Resucitado, luchó por creer, turbada y desconcertada, como los Apóstoles.
Así muchos autores han sostenido que en la Pasión del Señor algunos no tuvieron ni fe ni compasión, como los judíos infieles que lo insultaron, y los demonios; otros tuvieron compasión, pero no fe, como los Apóstoles y las piadosas mujeres; aún otros tenían el conocimiento de la fe, pero no la compasión, como los Ángeles, que son impasibles.
Sólo la Santísima Virgen tuvo compasión íntima y fe verdadera.Todos los discípulos pecaron y en ese triduo murieron a la fe.
San Antonino insiste también en la deserción de todos los discípulos y recuerda que las velas encendidas en el Oficio de las Tinieblas representan a los doce Apóstoles y las tres Marías, Magdalena, María de Salomé y María de Alfeo, en las que la fe en la divinidad de Cristo, la única que quedó encendida fue la Santísima Virgen.
«María estaba sola y habló con el ángel. Estaba sola cuando el Espíritu Santo descendió sobre ella y el poder del Altísimo la cubrió con su sombra. Estaba sola y se realizó la salvación del mundo y concibió la redención de todos los hombres» (San Ambrosio, Epist. 49).
Sólo fue ese Sábado Santo en el que Él resumió la fe de la Iglesia en Su Corazón y por tanto fue el Corazón de la Iglesia, Cor Sponsae, el que velaba en una fe inquebrantable: sobre ese Corazón, en ese Sábado Santo, dice San Buenaventura, Dios edificó como sobre una piedra mística su Iglesia.
Fortalecido por tantos testimonios autorizados, se puede afirmar, pues, que en el Triduo terrible en que cesó el latir del Corazón del Redentor, toda la fe y toda la vida del Cuerpo Místico quedaron encerradas en el Inmaculado y Sabio Corazón de María. Su Inmaculado Corazón era la Iglesia.
La petición de Nuestra Señora en Fátima de honrar el sábado, es decir, el día de su fe perfecta, ¿tiene alguna relación con la grave crisis de la Iglesia y con la terrible pérdida de fe de nuestro tiempo? ¿Es posible relacionar el sábado, día en que María perdió de vista la humanidad adorable de Jesús, con los días de la aparente desaparición del Cuerpo Místico del Salvador?
La oscuridad de la hora presente.
Lo cierto es que en las tinieblas de la Pasión María brilló excelentemente.
Ella era la ciudad asentada sobre el monte (Mt 5,14), el arco iris en las nubes (Gn 9,13), el estandarte levantado entre las naciones (Is 62,10), la antorcha que alumbra en un lugar oscuro (2 Tol 1.19).
En la oscuridad de la hora presente, pidámosle ardientemente el don de la pureza y la integridad de la fe para todos aquellos que, en respuesta a sus pedidos, se unen el sábado a su Inmaculado Corazón con la meditación y la Comunión.
Por eso le pedimos de corazón el don inestimable de una fe íntegra y pura que resplandeció en su Corazón Inmaculado durante el Sábado Santo.María, dice León XIII, tiene la misión misteriosa de hacernos llegar a la fe (Encl. Adiutricem populi) y sobre ella, como sobre el fundamento más noble después de Jesucristo -añade san Pío X- descansa la fe de todos los tiempos (Encl. Ad diem illum laetissimum).
En efecto, según San Luis María Grignion de Monfort, con el consentimiento del Altísimo, ella conservó la fe, en la gloria, para conservarla en la Iglesia militante en sus más fieles servidores.
Entre los principales frutos de la verdadera devoción a la Virgen está precisamente – enseña el mismo santo en su Tratado sobre la verdadera devoción a la Virgen – la participación en la fe de María: fe auténtica, viva y animada por la caridad, sólida e inamovible como una roca, activa, penetrante y valiente, «finalmente la fe que será tu antorcha encendida, tu vida divina, ¿Qué añadir a estas benditas palabras? Opus tuum fac! Que la fe de María se extienda por el mundo y pronto, cuanto antes, se cumpla la maravillosa promesa: «¡Finalmente, mi corazón inmaculado triunfará!».
Por ROBERTO DE MATTEI.
SÁBADO 19 DE AGOSTO DE 2023.
SCHOLA PALATINA.