El regreso del Aleluya: ¡alabado sea Dios!

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La Santa Iglesia, como una madre diligente, utiliza mil estrategias para recordarnos que somos pájaros heridos, necesitados de grandes espacios. Ella nos dice que somos hechos para Dios, como un pájaro para volar. Separados de Aquel que es a la vez nuestro origen, nuestro centro, nuestra meta, somos como peces fuera del agua: unos giros, luego dos o tres sacudidas más y finalmente la inmovilidad de los costados, el triste movimiento de las branquias, la asfixia y la muerte.

El hombre no sabe por qué vive; mucho menos por qué muere. Por eso la Iglesia no cesa de recordarle, con sus cánticos, sus sacramentos y su liturgia, la verdad primera a la que debemos volver siempre: ¡estamos en el exilio!

Nada más conmovedor, en este sentido, que la entrada en la Septuagésima [1]: el ciclo anual de la liturgia se rompe de algún modo; el anillo perfectamente circular que expresa la eternidad sufre un golpe, una ruptura: el aleluya desaparece. La Iglesia, educadora de los hombres, cada año les ofrece este sagrado mimodrama, a través del cual sus hijos retoman el camino del exilio, con el Israel de la Antigua Alianza.

Durante setenta días, que representan los setenta años del exilio babilónico, cada año retomamos el camino, armados de ritos, de cantos, de símbolos, hacia las regiones sin sol, lejos de la ciudad santa.

“Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aun llorábamos, acordándonos de Sion. Sobre los sauces en medio de ella, colgamos nuestras arpas. Y los que nos habían llevado cautivos nos pedían que cantásemos. Y los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo: Cantadnos algunos de los cánticos de Sion. ¿Cómo cantaremos cántico de Jehová en tierra de extraños? Si me olvidare de ti, oh, Jerusalén, pierda mi diestra su destreza” [Sal 136 (137), 1-5].

La salida al exilio fue un hecho sin precedentes en la historia de Israel […] El Templo incendiado y destruido, los últimos reyes de Judá llevados prisioneros, con los ojos arrancados, encadenados; es sobre este trasfondo trágico, cargado de fuertes símbolos, que la Iglesia labra los elementos de su oración y de su enseñanza; es en este horizonte de la historia que se inserta, como superpuesta, la santa Cuaresma, inspirada en los cuarenta días de ayuno de Jesucristo en el desierto.

Luego viene la noche de Pascua, el memorial de esta otra “noche verdaderamente bendita, que sola -como canta el Exsultet– merecía saber el tiempo y la hora en que Cristo resucitó de los infiernos”. Es durante esta noche de la vigilia pascual que el subdiácono, después de cantar la Epístola, se inclina profundamente y anuncia el regreso del aleluya con estas palabras: Reverendo Pater, annuntio vobis gaudium magnum quod est: ¡Aleluya![2] En el pasado, en la Edad Media, las liturgias, a menudo prolijas, daban rienda suelta a la alegría, con la inesperada intermediación de un niño vestido de blanco, que simbolizaba el aleluya pascual; el niño deambulaba libremente, desde el altar y hasta los fieles, hasta el final de la Misa, a la vista de todos. A nuestros padres les encantaba mirar, escuchar, percibir; sabían hacer uso de los cinco sentidos para que nada quedara excluido de la ofrenda que llevaban al Señor.

La liturgia, con dedos divinos, sabrá abandonar lo que es secundario, conservando sólo lo universal. Después del anuncio del gaudium magnum, el diácono lleva al celebrante la primera antífona del aleluya. La entona tres veces en una nota más alta cada vez. La melodía es corta; el procedimiento sobrio pero sugerente. En el presbiterio y en la nave, la comunidad espera las primeras notas de aquel aleluya, que había desaparecido desde hace setenta días. El efecto producido no es el de un golpe de clavicémbalo, sino el de un dulce, vacilante y tal vez tímido nacimiento [3] […] El crescendo sube gradualmente; el canto vacila en emprender su vuelo y las alas del aleluya, a las que ha quedado un poco de sangre adherida, se abren trémulas; las notas apenas se desprenden en los intervalos Sol La Si Sol La Sol, antes de lanzarse hacia Do, con un movimiento dulce y amplio, que expresa reposo y plenitud. Aquí tocamos el milagro del canto gregoriano.

Lo que representa para una comunidad monástica la reaparición del aleluya en la noche de Pascua y el diluvio de vocalizaciones que se suceden a lo largo del tiempo pascual no se puede traducir en palabras. El Aleluya es nuestra atmósfera. Volvemos a la vida. El signo palpable de nuestra vocación celestial ha reaparecido en nuestros labios, en nuestro aliento, en nuestros oídos, ante nuestros ojos. En el cielo, dice San Agustín, nosotros gritaremos: ¡Amén, Aleluya! Amén que significa: el Señor ha cumplido sus promesasAleluya: alabado sea Dios.

Aún no estamos en el cielo, pero por la gratuidad del amor, una parte de ustedes, que crece cada día, ya es transportada: el aleluya es para nosotros arrullo, epitalamio, acompañamiento, música interior, canto de camino. Y para decirlo todo, según un antiguo dicho, nosotros mismos somos aleluyas vivientes.


***

[1] Tiempo litúrgico que comprende las tres semanas anteriores a la Cuaresma, que fue suprimido durante la reforma litúrgica y que permanece únicamente en el calendario antiguo. A partir del domingo de la Septuagésima se debe omitir el aleluya de la liturgia y, en algunos lugares, se mantiene la costumbre de una “ceremonia fúnebre” para enterrarlo.

[2] Reverendo Padre, les anuncio un gran gozo, que es: ¡Aleluya!

[3] Aquí se puede escuchar la voz débil y ronca, pero muy bien afinada, de Benedicto XVI.

Por Benedictus/Dom Gérard Calvet.

 Itinéraires.

Dom Gérard Calvet, fundador y abad de la abadía benedictina de Sainte-Madeleine du Barroux.

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