Desde el primer momento se estrechó un vínculo muy profundo entre los fieles de la entonces diócesis de Veracruz y San Rafael Guízar Valencia. Es como si toda la vida lo hubieran estado esperando precisamente a él, porque siempre se espera el amor y la bondad.
Hay en nuestra alma una memoria del bien, una chispa del amor divino que algunas personas se encargan de encender y potenciar para recordarnos que hemos sido creados para el amor y que nuestro estado natural no es el odio, la tristeza, la violencia y la mentira, sino el amor, la alegría, la paz y la verdad.
Esos ojos azules, alegres y limpios reflejaban la grandeza de su alma que llegó a conquistar al pueblo de Veracruz. Por su parte, el pueblo veracruzano también llegó a conquistar al obispo misionero, porque había muchos signos de santidad entre nuestros antepasados.
Más allá de las dificultades pastorales que enfrenta un obispo y, sobre todo, ante los ataques del gobierno que fueron escalando de nivel hasta llegar a la persecución religiosa, el pueblo veracruzano inspiró a su obispo. Su piedad, su sencillez, su alegría y su hambre de Dios, así como su pobreza, su orfandad y sus desdichas, generaron en su obispo una gran pasión por servirlo y santificarlo, al grado que arriesgó muchas veces su vida y en el destierro no dejó de apacentarlo con cariño.
Su predicación, su bondad y su elocuente caridad activaron la memoria de nuestro pueblo, llegando a reconocer en su historia y en su corazón la huella del amor divino. Los teólogos, hablando de la conciencia, se refieren a la anámnesis como el primer nivel ontológico de la conciencia, es decir a un sentimiento interior, a la capacidad de reconocimiento del bien y del amor que viene de Dios.
Precisamente sobre esta anámnesis del Creador se basa la posibilidad y el derecho de la misión. El evangelio puede, es más, tiene que ser predicado a los gentiles, porque ellos mismos, en su interior, lo esperan (cfr. Is. 42, 4). Por su parte, los apóstoles, cada vez que anunciaban el evangelio, confirmaban que su predicación respondía a una expectativa. Así, mientras más vive el hombre en el temor de Dios, más se vuelve concreta y claramente eficaz esta anámnesis.
El obispo de los pobres activó esta memoria e hizo exclamar al santo pueblo de Veracruz, cuando escuchaba su predicación: “Esto es lo que estábamos esperando. No nos resignábamos a que la vida fuera así”. A pesar del sufrimiento y de la maldad exterior, se manifestaba en el interior la memoria del Creador.
Por eso, exclamamos: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” (Sal 118, 26; Mt 21, 9). Se siente el entusiasmo en las Sagradas Escrituras cada vez que aparecen los enviados de Dios. Por ejemplo, en Isaías cuando dice: “¡Qué hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que trae buenas noticias!” (Is 52, 7). Qué hermoso ver que suben y bajan y no paran de llegar esos mensajeros que llevan la Palabra de Dios. Qué hermoso ver a esos mensajeros que van de pueblo en pueblo, llevando un mensaje en nombre de Dios.
Esta expresión bíblica habla de correr, no sólo de ir y caminar, sino correr. Porque hay un sentido de urgencia para llevar este mensaje que no cabe en el corazón, para compartir este mensaje que nos ha cambiado la vida y que llegará justo cuando más lo necesitan nuestros hermanos. Eso destacan los hermanos que conocieron a San Rafael: no sólo su amor y su bondad, sino la prisa que tenía para llevar la palabra y para abrazar al pueblo sufriente.
Cuando hay hambre, sufrimiento y desesperanza no se puede especular, ni planear, sino hay que lanzarse y caminar para que la cercanía sea la primera respuesta que genere esperanza en los hermanos.
Cuando el evangelio llega a nuestra vida no es que uno sienta solamente un mandato, sino que se siente la emoción de compartir lo que nos ha cambiado la vida. No es simplemente un ministerio, sino una necesidad de mostrar la belleza del evangelio, de dejar pasar la luz, de compartir al hermano el secreto que cambia la vida. Eso le aprendimos a San Rafael y a tantos misioneros.
Muchos de manera refinada se excluyen de la misión. Llegan a decir: cómo voy hablar de Dios si no estoy preparado, si no he hecho cursos especiales, si no he estudiado a otro nivel las cosas de la fe y la Palabra de Dios.
Lo que a nosotros nos da seguridad y confianza para hablar de Dios no son los estudios y la preparación, que desde luego son necesarios, sino la propia experiencia de vida cristiana. Lo que se comparte para hablar de Dios es lo que ha hecho en nuestra vida, lo que el Señor le ha aportado a nuestra vida, la manera -muchas veces inesperada y sorpresiva- como llegó a irrumpir en nuestras vidas.
Más que un conocimiento erudito, lo que se comparte es esa chispa de amor que se ha encendido. Un misionero comparte un testimonio, esa manera tan estupenda como el Señor se portó con él. Por eso, la dimensión misionera va pegada a la profesión de nuestra fe. Tenemos que recordar agradecidos cómo Jesús irrumpió en nuestra vida y nos devolvió la alegría.
Un misionero es consciente que lleva en su corazón la palabra que salva al mundo, la palabra que puede hacer la diferencia en la vida de los pueblos, las familias y las naciones y por eso se pone en camino. Esta era la convicción profunda de San Rafael que creía incondicionalmente en la palabra de Dios que se convirtió en alimento, bálsamo y fortaleza para nuestros fieles.
Al iniciar este mes de las misiones en el que celebraremos a nuestro obispo misionero, tengamos presentes estas dos cosas. En primer lugar, somos enviados, no vamos a título personal. Eso muchas veces se nos olvida ante las adversidades, presiones y descalificaciones. Ante el miedo que se puede experimentar se nos olvida que somos enviados. Cuando alguien toma conciencia que es enviado fluye el Espíritu y la gracia.
En segundo lugar, hay que creer en el poder de la gracia. Aunque estemos delante de gente influyente y poderosa, de acuerdo a los criterios de este mundo, no nos respalda un título ni ponemos nuestra confianza solamente en los estudios profesionales, sino que confiamos en el poder de la gracia de Dios.
Nuestras comunidades necesitan muchos servicios sociales, buenas carreteras, buenas escuelas, más hospitales, calles pavimentadas y mayores márgenes de seguridad. Pero sobre todo nuestras comunidades necesitan mucho ánimo, necesitan esperanza y mayores motivos para soñar con un mundo mejor. Eso es lo que aportan los misioneros, como San Rafael Guízar Valencia en cuyo testimonio se siguen inspirando las nuevas generaciones.
Celebraremos a San Rafael Guízar agradecidos por todo el bien que hizo a Veracruz. Pero también para tener presente que el momento histórico que vivimos requiere vivir la dimensión misionera de nuestra fe para compartir con urgencia el gozo y la luz del evangelio que lleguen a tiempo a la vida de tantos hermanos que sufren.