El Papado no es lo importante…

Guillermo Gazanini Espinoza
Guillermo Gazanini Espinoza

Eligió la vida austera y monástica custodiando al sucesor de Pedro. Un Papa monje como Pietro Morrone, San Celestino V (1221-1295), también renunciante y refugiado en la vida eremítica para orar por la Iglesia de su tiempo. Por su renuncia al trono de Pedro, Benedicto XVI es alabado y reconocido, pero su herencia es desconocida e incomprendida.

Ratzinger es de los teólogos más preclaros en la historia de la Iglesia contemporánea. Su lucidez imprimió una nueva forma de ver la Iglesia desde el Vaticano II. Después, sus aportaciones a la teología nos hicieron comprender el por qué la Iglesia y de qué forma los cristianos son luz del mundo y sal de la tierra; aunque él no considera sus textos como una cristología, los tres tomos sobre Jesús de Nazareth son una excelente forma para acercarnos a la persona de Cristo, el Reino y el misterio pascual proyectado a la humanidad de la era de la tecnología.

Los últimos años de turbulencia en la Iglesia tuvieron la impronta del Papa emérito. Los fieles de a pie, nosotros, tardamos en comprender las serias dificultades surgidas a nivel de las cúpulas eclesiásticas; la olla hervía y la ebullición no podía soportar más la presión generada por los errores y desgracias arrastrados en la Iglesia. Fue llamado barrendero de Dios y en este ánimo, la Iglesia católica quiso extirpar lo corrupto y salvar lo bendito.

La renuncia de Benedicto XVI causó escándalo y reclamo. Algunos compararon su acción como un hecho equívoco, contradictorio con la “valentía” de Juan Pablo II cuando quiso portar la cruz en grado heroico, casi de mártir sin estimar siquiera la posibilidad de bajar de ella. Carismas distintos del Papa Magno y el Papa emérito. Ratzinger decidió dejar el pontificado porque lo más importante no es salvaguardar al Pontífice y su imagen, más bien demostró la grandeza de la realidad de la Iglesia, pecadora y santa, y despojarse de la soberanía sin ser poseído por el demonio del poder. Esta renuncia también auguraba cismas, conflictos ¿cómo sería posible que el emérito hiciera sombra al reinante? Cuestiones jurídicas y de protocolo ¿debería vestir la sotana blanca? ¿Y el anillo del pescador? ¿Destruirlo o rayarlo? ¿Cuál sería su título? ¿Debería ser llamado Benedicto XVI o dirigirse a él por su nombre de pila? Todos estos embrollos se resolvieron para revelar algo más profundo: la de un obispo de Roma cuya oración y contemplación fueron fortaleza espiritual para acrecentar la humildad y propiciar la conversión, anunciar y denunciar, perdonar y convertir,  para enseñar que el poder no debería ser el fin sino el servicio de la Iglesia a la humanidad, Madre y Maestra, experta en historia y depositaria de la fe guardada desde los apóstoles, pobre para ser testimonio ante el mundo de la realidad del misterio de Cristo.

Aún hay ese pecado que lacera, lastima, escandaliza. El testimonio de Benedicto XVI deja esa lección a los que vivimos y nos movemos en el siglo: más que la gloria del mundo y el poder temporal, los cristianos deberíamos ser testimonio de fe, esperanza, caridad y, sobre todo, de humildad, sencillez y audacia para rectificar lo torcido e iluminar lo escondido.

Gracias Benedicto XVI.

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