El martirio de Kolbe

Guillermo Gazanini Espinoza
Guillermo Gazanini Espinoza

14 de agosto de 1941… Europa era devastada por la más horrible de las guerras. La historiografía ha dado estudios pormenorizados de los experimentos, horrores y exterminio de millones de seres humanos a causa de la ideología racista. La explotación de las potencias despedazándose por cada centímetro de tierra europea, la fatalidad del holocausto es de las consecuencias que llama la atención del espectador contemporáneo sobre la maldad anidada de la que puede ser capaz el espíritu humano para destrozar y aniquilar al semejante poniendo encima supuestos ideales tenidos justos y que creíamos superadas en el tercer milenio.

La historia no puede ser ajena de la memoria de los justos que pusieron todo de sí para hacer digna la existencia de los perseguidos y marginados. Setenta y siete años atrás, el sacrificio de un hombre dio luz en esa hora de oscuridad haciendo vida las palabras del Evangelio: “No hay amor más grande que el que da la vida por los amigos”.

Su nombre fue cambiado por un número y el triángulo rojo de prisionero político cruzado con el número 16670 y la letra “P”. Juan Pablo II lo llamó “mártir de la caridad” en 1982 y su vida, a los ojos de este mundo, no podría haber tenido algo de extraordinario. No fue millonario o político; no tuvo a su cargo empresas o imperios financieros, por el contrario, como un hombre coherente y sencillo en su vocación, quiso cumplir la voluntad de Dios y llevar a cabo los designios de la Providencia como le habían sido inspirados desde tierna edad. Misionero, visionario de los medios de comunicación masiva, apóstol, probó el amargo trago de la privación de la libertad y la fatilidad de la guerra cuando su natal Polonia fue invadida por la Alemania nacionalsocialista en 1939.

Deportado al láger de Lamsdorf y después internado en Auschwitz-Birkenau, padeció en carne propia el lacerante acero de la maldad. Sus méritos no sólo están en sus trabajos y apostolados que subsisten hoy y de los cuales miles son devotos. En medio de la oscuridad y de la violencia. de la desesperanza y el terror, su imagen emerge en la caridad por el hecho de haber ofrendado su existencia por la del prójimo. Su trágico final puede ser inconcebible e inimaginable. Prisionero y confinado en el hungerbunker de tortura y suplicio, para el sufrimiento y el aniquilamiento, privándole de lo más elemental para sobrevivir.

A pesar de la delicada salud, no quiso preocupar a su madre, Mariana, a quien dirigió la última carta de su existencia mientras era cautivo del totalitarismo. Palabras que reflejan profunda fe e inverosímil esperanza con la certeza de que Dios puede estar ahí, aún en los momentos de mayor silencio y oscuridad. El 15 de junio escribió:

“Mi querida mamá:
A finales de mayo he sido trasladado en un convoy ferroviario al campo de concentración de Auschwitz (Oswiecim). Yo estoy bien. Querida mamá, estate tranquila respecto a mí y a mi salud. Porque el buen Dios está presente en todo lugar y con su gran amor vela por todos y por todo.

Es mejor que no me escribas hasta que yo te mande otra carta porque no sé cuánto tiempo permaneceré aquí.

Con cordiales saludo y besos,


Raimundo».

El campo se convirtió en el último lugar donde encontró a Dios. ¿Por qué recluido y después condenado? Tres semanas de tortura sin comida ni bebida, su fin en el tiempo sería horrible y desgarrador, despojo humano sostenido por su fe y la convicción de imitar al Maestro. En su carne experimentó la degradación humana de la prepotencia que esclaviza, envilece y somete al prójimo sacrificado por la fuerza y los ideales de pureza racial.

El acto de caridad de Maximiliano María Kolbe rompe el tiempo para llegar a nosotros cuando la vida se relativiza y la dignidad se trivializa. Es el testimonio del amor que crea para acabar con el círculo destructor de la violencia. El humilde franciscano, humillado y destrozado, refulge porque su historia es la del profeta que santifica y humaniza. Conmueve y estremece El sacrificio de Kolbe no es el mero acto devoto o piadoso del que la Iglesia hace memoria de su martirio; por el contrario, sobre el inmenso panorama de muerte, devastación, desigualdad, esclavitud, miedo, terror, indiferencia, tortura, depravación y aniquilación, el acto de este fraile nos revela la imperecedera palabra de vida en la que se sostiene el cristianismo: Amor.

Kolbe es sólo el ejemplo máximo del olvidado holocausto católico. Cuanto más sagrada la persona, más poder y energía se invertían para su destrucción. San Maximiliano, como los millones justos y santos anónimos que padecieron en Dachau, Treblinka, Auschwitz o Sobibor, cumplió con la obligación de proteger la vida, paradójicamente, entregando la suya. Era su propósito. Intercambiando su vida, se aferró a la vida con heroica determinación sin importarle el “refinamiento” de la crueldad en esas celdas del suplicio.

En el ángelus del día de su beatificación, el 17 de octubre de 1971, el Papa Paulo VI diría de San Maximiliano: “Una expresión de Kolbe ilumina como una lámpara inextinguible su inmolación y su desgarradora epopeya en aquellos años: “Sólo el amor crea”. Palabra que trasciende y supera la política, el egoísmo, la prepotencia, la crueldad, el entontamiento de gloria de los hombres sin Evangelio, y que debe en cambio esculpirse en nuestras almas y en la nueva historia del mundo. En una palabra: Kolbe… aún enseña y, desde ahora, enseñará para siempre a la Iglesia y al mundo”.

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