Entre los errores deslizadas por el papa Francisco en su reciente entrevista con radio Cope –la más atroz de las cuales no es tanto el error de atribuir a Angela Merkel una frase que en cambio pertenece a Vladimir Putin, sino el escalofriante principio antiliberal expresado en la propia frase, abrazada con entusiasmo por el Papa, según el cual no se debe ni siquiera intentar “construir la democracia” donde no la hay- aparece también la invención de una nueva figura jurídica: el “modo afectivo de la presunción de inocencia”.
El caído en desgracia al que Francisco se lo aplica es el cardenal Giovanni Angelo Becciu (en la foto), de 73 años, quien está siendo juzgado junto a otros nueve acusados en un proceso cuya segunda audiencia está prevista en el Vaticano para el 5 de octubre, principalmente en relación con la antieconómica y desastrosa compra de un edificio en Londres por parte de la Secretaría de Estado.
Becciu está acusado de malversación, abuso de funciones e incitación al perjurio. Pero el 24 de septiembre de 2020, nueve meses antes de que estas acusaciones se formalizaran en el acto de procesamiento del cardenal, el propio Papa ya lo había juzgado y condenado, destituyéndolo de su cargo y despojándolo de “derechos” como cardenal, y lo expuso a la vergüenza del mundo, todo ello sin permitirle la más mínima defensa y sin una sola palabra que explicara el motivo de tal degradación pública. Pero a pesar de ello, en la entrevista de Cope, Francisco ha llegado a decir que “espero de todo corazón que sea inocente”, porque “es una persona que estimo, ha sido un colaborador mío y me ha ayudado mucho”; en definitiva, el Papa dijo que sentía por Becciu “una forma afectiva de la presunción de inocencia”.
Incluso antes de Francisco, cada pontífice concentraba en sí mismo, sin poder ser juzgado por nadie, los tres poderes – legislativo, ejecutivo y judicial -, los cuales están rigurosamente separados en toda democracia moderna. Pero los últimos Papas los utilizaron con extrema moderación. Sólo con Jorge Mario Bergoglio este absolutismo monárquico llega a ser ejercido habitualmente y a explotar en todas sus contradicciones. “L’État c’est moi!”, el Estado soy yo, podría decir hoy Bergoglio, como en el siglo XVII el Rey Sol. El juicio a Becciu y a los otros nueve es una prueba flagrante de ello.
Settimo Cielo ya ha repasado los incidentes judiciales que han jalonado la marcha hacia el juicio que ahora se celebra en el Vaticano, el más sensacional de los cuales fue la absolución en marzo de 2021, por parte de un tribunal de Londres, de un financista, Gianluigi Torzi, que según la acusación habría extorsionado 15 millones de euros al Vaticano, mientras que según los jueces londinenses cobraba regularmente su “sueldo”, incluso con la bendición del Papa:
> Magistratura vaticana, o la saga de los infortunios judiciales
Pero ahora que el juicio está a punto de comenzar, hay mucho más que algunos percances. El mal está en la raíz, está en el propio sistema judicial del Vaticano, que carece de los elementos constitutivos de un Estado de Derecho moderno, como ha sido denunciado también por un importante periódico alemán que ciertamente no puede ser sospechoso de ponerse del lado de uno u otro grupo eclesiástico, el “Frankfurter Allgemeine Zeitung”, en un editorial del 24 de agosto de su redactor político Thomas Jansen, que también puede leerse en inglés:
> Ein Prozess in einen absolutistischen Staat
En la entrevista con radio Cope, Francisco volvió a decir que la denuncia que desencadenó el juicio había surtido efecto porque él mismo, el Papa, había “puesto su firma” debajo de la de los denunciantes, ordenándole de hecho a los magistrados del Vaticano que procedieran con las pesquisas y las detenciones.
Pero esto no es nada comparado con lo que ocurrió después. Los defensores de los acusados se quejan de que Francesco intervino en el curso de las investigaciones –cuando ya se habían cometido los presuntos delitos– con al menos cuatro decretos que cambiaron las modalidades del procedimiento judicial, ajustándolas de vez en cuando a sus deseos. Uno de estos decretos permitía a los jueces de instrucción llevar a cabo registros y detenciones “incluso en derogación de las normas vigentes, si fuera necesario”. Otro ordenaba que fueran juzgados los cardenales -hasta entonces sometidos exclusivamente al juicio del tribunal supremo de la Signatura Apostólica-, poniendo así bajo fuego no sólo a Becciu, sino también, si es imputado por algún acusado, al cardenal secretario de Estado, Pietro Parolin.
Gian Piero Milano, uno de los dos promotores de justicia en el juicio, respondió que los decretos impugnados son en realidad “la máxima expresión del poder papal” y que no es cierto que por ello el Vaticano no es un Estado de Derecho.
Pero, sobre todo, Milano y su colega Alessandro Diddi actúan con la certeza de que tienen al todopoderoso papa Francisco de su lado, dada la audacia sin precedentes con la que rechazaron en el pasado mes de agosto la orden del presidente del tribunal vaticano, Giuseppe Pignatone, de entregar a las defensas de los acusados la grabación de la declaración de su principal acusador, monseñor Alberto Perlasca, ex jefe de la sección administrativa de la Secretaría de Estado entre 2009 y 2019, destituido de su cargo pero que pronto pasó a colaborar con los investigadores y, por tanto, se libró de acabar también en juicio.
Hay algunos que recuerdan justamente que las fricciones entre Pignatone y Diddi se remontan al espectacular juicio sobre la “Mafia Capital” celebrado en Roma hace unos años, en el que el primero cumplió el rol de fiscal jefe y el segundo de abogado defensor del principal acusado, juicio que terminó con una sentencia del Tribunal de Casación italiano que excluyó de las condenas la circunstancia agravante de asociación mafiosa.
Pero ahora, en el Vaticano, el asunto es más grave. La negativa de los promotores de la justicia a una orden del presidente de su propio tribunal es también una prueba de que allí sólo manda un juez supremo, el Papa, desafiando cualquier “estado de derecho”.
Si así son las cosas, dado que los diez acusados son ciudadanos italianos o suizos, cabe preguntarse si Italia y Suiza aceptarán ejecutar las posibles penas de prisión de alguno de ellos, o si se negarán a hacerlo, dado el alejamiento del sistema judicial pontificio del pleno respeto al “habeas corpus”, es decir, a esos principios elementales que protegen la libertad e inviolabilidad de los que son acusados.
En definitiva, este juicio amenaza con anular ese mito populista que ve al inmaculado papa Francisco –siempre del lado del “pueblo santo y fiel de Dios”– empeñado en limpiar y hacer justicia en la corrupta institución de la Curia Romana. Porque ¿qué otra cosa puede decir en su defensa un acusado como el cardenal Becciu, si no es que el Papa también conocía y aprobaba, puntualmente informado de cada paso que daban sus subordinados?
Por SANDRO MAGISTER.
settimo cielo.