El Espíritu Santo… Ese “gran desconocido”

Editorial ACN Nº162

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En un mundo donde la razón y la ciencia avanzan a pasos agigantados, persisten creencias que, bajo el manto de la fe, se desvían hacia el terreno de la superstición. Este 8 de junio termina el gran tiempo de la pascua con la celebración del pentecostés, la fiesta del Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad.

Entre los cristianos poco conocemos de Dios Espíritu Santo, sus dones y frutos; sin embargo, es a menudo objeto de interpretaciones que rayan en lo mágico, supersticioso y hasta malévolo alejándose del verdadero significado que Jesucristo transmitió a los apóstoles antes de su Ascención. Esta distorsión, junto con la incongruencia de muchos fieles que combinan devoción con prácticas contradictorias, pone en tela de juicio la profundidad de su compromiso espiritual.

El Espíritu Santo, según la doctrina cristiana, es Dios mismo, persona que gracias al amor del Padre y el Hijo, guía, consuela y santifica. Sin embargo, en ciertos círculos aún dentro de la Iglesia, debido a la ignorancia y la superstición se le atribuyen poderes mágicos: desde garantizar éxitos materiales hasta proteger contra males difusos, como si fuera una especie de amuleto.

Esta visión reduccionista no solo desvirtúa la esencia de la fe, sino que refleja una búsqueda de soluciones inmediatas, más propias de la superstición que de la espiritualidad. Es “querer controlar a Dios”. Encender velas, repetir frases rituales o esperar «señales» milagrosas se convierten en actos que sustituyen la reflexión y el compromiso que el cristianismo enseña y propone.

La incongruencia de muchos cristianos agrava esta problemática. No es raro ver a quienes profesan una fe fervorosa en la iglesia, pero actúan con indiferencia o contradicción en su vida diaria, dejando para otros lo que corresponde.  La misma persona que invoca al Espíritu Santo para pedir prosperidad puede ignorar los valores de justicia, caridad y humildad. Esta doble moral, que separa la creencia de la acción, evidencia una comprensión superficial de lo que significa ser cristiano. La fe, si es genuina, no puede ser un accesorio que se usa según convenga, debe ser un motor de transformación personal y social.

Es alarmante que, en pleno siglo XXI, las supersticiones sigan infiltrándose en la práctica religiosa y en la Iglesia misma convirtiéndola en una cueva de mentiras mas que en una casa donde se vivan los dones de  sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios, mientras que la coherencia entre fe y vida parece ser la excepción y no la regla.

La comunidad cristiana está llamada a cuestionar estas distorsiones, a educarse en la profundidad de su doctrina y a vivir de acuerdo con los valores que profesa. Solo así, el Espíritu Santo dejará de ser un símbolo manipulado por la superstición y se convertirá en una fuerza viva que inspire una fe auténtica y consecuente.

Es hora de que los cristianos abandonen las prácticas vacías y asuman la responsabilidad de una fe que se refleje en sus acciones. Como bien afirmó el Papa León durante la vigilia de pentecostés 2025: “Los desafíos que la humanidad enfrenta serán menos espantosos, el futuro será menos oscuro, el discernimiento menos difícil, si juntos obedeciéramos al Espíritu”.

La verdadera espiritualidad no se mide por devociones huecas o rituales estériles, sino en la capacidad de vivir con integridad, justicia y amor. De lo contrario, invocar a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad no será más que un eco hueco en un mundo que clama por autenticidad. Y el Espíritu Santo será, por siempre, “ese gran desconocido”.

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