El embarazo no debe ser visto exclusivamente como un caso clínico, sino también como una oportunidad moral de crecimiento para la embarazada y para quienes la rodean. Es la tesis de Agnes Howard, una profesora de Humanidades especializada en la historia de las concepciones culturales sobre el nacimiento, en un libro que comenta Lara Ryd en Public Discourse:
El embarazo, trabajo santificador
Hace unos meses, una amiga mía embarazada recibió una noticia terrible cuando le hicieron la primera ecografía: su hijo tenía un defecto craneal fatal y seguramente no sobreviviría al nacer. Su marido y ella empezaban a prepararse para llevar el embarazo a término cuando el bebé murió en su seno.
Quienes no han pasado por una experiencia así, han oído hablar de ellas: historias de abortos espontáneos; de embarazadas que, inesperadamente, empiezan a tener contracciones a las 24 semanas de gestación; de accidentes raros; de ecografías que dan noticias dolorosas.
Estas historias nos recuerdan que la gestación es difícil y arriesgada y que a veces, a pesar de que nos tomemos diligentemente nuestros medicamentos prenatales y recibamos muchos cuidados durante el embarazo, las cosas pueden ir mal. Una reflexión profunda sobre las cargas físicas y espirituales de la gestación hace que surja una pregunta inevitable: ¿qué hace que el hecho de estar embarazada valga la pena si nada garantiza un final feliz?
En su reciente libro Showing what pregnancy tells us about being human [Lo que nos dice la gestación sobre ser humanos], Agnes Howard sugiere que el único modo de responder a esta pregunta es abandonando la idea de que la gestación es un periodo de espera pasivo, o un estado clínico, y abrazar la gestación como un «periodo práctico de la vida que está formado por una serie coherente de acciones que se realizan por el bien de otro».
Es decir, la gestación es un campo de entrenamiento moral. Mientras la mujer da forma al niño que crece dentro de ella, las alegrías y los desafíos del embarazo la forman a ella, la santifican y le enseñan cómo depender de otros durante ese periodo de servicio especial.
¿Esperar o actuar?
Antes de los avances de la obstetricia actual, para la humanidad el embarazo era un misterio físico y metafísico. Como relata Agnes Howard en su libro, hasta el descubrimiento del óvulo femenino los filósofos atribuyeron el hecho de la concepción solo al hombre. Se pensaba que la semilla del hombre era el único ingrediente activo en la procreación, y que la mujer era solo un recipiente pasivo. Cómo funcionaba realmente la procreación, cómo el niño llegaba a ser, era una cuestión que tenía relevancia para el discurso teológico y filosófico. ¿Quién era el responsable último de la reproducción? Y, lo que tal vez era más importante, ¿a quién había que culpar si las cosas se torcían? Estas preguntas hicieron surgir una serie de prácticas y supersticiones relacionadas con el embarazo: la dieta, la vestimenta, el modo de moverse, la conducta e incluso la imaginación de una mujer embarazada podían ser la causa de abortos espontáneos, de defectos de nacimiento y de defectos congénitos.
Aunque infundadas en su mayoría, estas supersticiones fomentaron una cultura importante relacionada con la gestación al declararla un tema de gran significado personal y moral.
Las acciones y los pensamientos mundanos de una mujer embarazada tenían gran importancia, y daban forma de manera tangible a la vida de otro ser humano.
Sin embargo, esta influencia tenía siempre una connotación negativa. Como observa Howard, parecía que la mujer tenía «escaso poder para hacer un bebé y, en cambio… un poder considerable para dañar a ese ser humano que el hombre había generado en ella».
A la luz de esta incertidumbre parecía que la mejor solución fuera que la mujer evitara toda actividad para, así, no dañar al bebé. De este modo, el embarazo se convirtió en un periodo de espera de cuarenta semanas antes del nacimiento.
El avance de la obstetricia acabó con la noción de embarazo pasivo. A medida que avanzaba nuestro conocimiento sobre la biología y la anatomía humanas, el parto fue cada vez más seguro, el embarazo más sano y predecible, y el tema de la reproducción se hizo más público al pasar del ámbito del hogar al hospitalario.
El descubrimiento del gameto reproductivo de la mujer dejó claro que las mujeres tenían un papel activo en la concepción, y que una serie de acciones podían marcar la diferencia en el desarrollo del niño no nacido.
Los estudios recientes sobre microquimerismo [presencia de células de la madre en el hijo y viceversa] y epigenética [cambios en la expresión de los genes sin una modificación en la secuencia del ADN] sugieren que la relación entre el cuerpo de una mujer embarazada y su hijo afecta a la psicología de ambos de una manera más perdurable de lo que pensábamos.
Hoy en día, si una mujer quiere tener un bebé sano, tiene una larga lista de tareas que tendrá que realizar a lo largo del embarazo.
Desde tomar vitaminas prenatales cada día hasta evitar algunos alimentos y hacer la cantidad de ejercicio adecuada para mantenerse en forma y preparar su cuerpo para el parto, una mujer tiene mucho que hacer antes de entrar en la sala de parto.
Sin embargo, a pesar de que los avances en la atención prenatal han resaltado la naturaleza activa de la gestación, no ha conseguido aclarar su significado intrínseco. En una época en que las embarazadas de bajo riesgo pueden programar el parto inducido con antelación, en que casi todas pueden recibir anestesia durante el parto y en que un tercio de todos los nacimientos de Estados Unidos se hacen mediante cesárea, el embarazo se parece más a un estado clínico que a un periodo natural de la vida de la mujer.
En la atención prenatal estándar, una mujer embarazada es una paciente. Evitar riesgos en el embarazo sigue siendo su tarea principal; la diferencia es que ahora es una evitación activa y no pasiva.
En cambio, se ha perdido el extraordinario valor moral que tenía el embarazo tal como lo entendían los antiguos, como también la disciplina holística del cuerpo y la mente. La atención prenatal moderna tal vez le diga a una mujer qué tiene que hacer para que su hijo esté sano, pero no le dice por qué es importante que lo haga incluso cuando no lo hace.
Cultivar la virtud del embarazo
Solo cuando comprendamos que la gestación es «una práctica, un periodo de la vida conformado por una serie de acciones coherentes orientadas al bien de otro«, seremos capaces de discernir su inherente significado moral. En este sentido, la gestación se convierte en una ocasión para cultivar la virtud. Considerar las personas de ambos, del hijo y de la madre, y apreciar realmente el riesgo y el esfuerzo que implica el embarazo, eleva la gestación de una mera condición física a una oportunidad de formación moral.
El embarazo pone a prueba el carácter de una mujer al hacer que se enfrente a una serie de desafíos que provocan el desarrollo de una serie de hábitos. Estos hábitos, ya sean virtudes o vicios, implican a toda la persona.
Agnes R. Howard, autora de «Showing…», es profesora universitaria de Humanidades especializada en la historia de las concepciones culturales sobre el embarazo y el nacimiento.
En Showing…, Howard sugiere que cuatro virtudes, a saber: la prudencia, la caridad, la hospitalidad y la valentía, son particularmente adecuadas para el embarazo.
El cuidado atento de una madre hacia su cuerpo gestante y su adhesión a directrices sanas es un acto de prudencia.
Su sacrificio del sueño, la comodidad y la movilidad por el bien del otro desconocido es un acto de caridad.
Al acoger a un completo extraño para que viva dentro de su cuerpo durante cuarenta semanas (¡y que luego dependerá de su cuerpo durante muchos meses!) está practicando la hospitalidad.
¿Y acaso no es una demostración de valentía su disposición a experimentar el dolor y la posibilidad de la pérdida por la esperanza de una nueva vida?
El modo en que una mujer actúe durante esas semanas, cuidando de su casa mientras sufre nauseas y privación del sueño; cómo responda al dolor debilitante de las varices; cómo hable de sus estrías; cómo decida afrontar el riesgo de un aborto espontáneo, son decisiones que nos dicen mucho de su carácter, definen su postura en lo que es el acogimiento de su hijo y establecen las bases para su labor como madre.
Y sin embargo, del mismo modo que la gestación es una oportunidad para demostrar la virtud, lo es también para demostrar el vicio. El aborto tal vez sea la peor forma de vicio en un embarazo, porque significa el rechazo total al niño como persona, si bien podemos ver el vicio brotar en un embarazo de manera menos extrema.
Todos hemos conocido (y, tal vez, algunas lo hemos sido), mujeres cuyos embarazos están caracterizados por la queja, la irritabilidad, la ansiedad y el descuido. Estos hábitos hablan de una falta de caridad y generosidad y de la presencia de mezquindad.
Este tipo de mujer es la resentida anfitriona que reprende a su huésped por utilizar sus recursos y que chismorrea sobre ello con todos los que la rodean. Tal vez hayamos conocido -o hayamos sido- mujeres que se niegan a admitir su debilidad durante ese periodo. En lugar de pedir ayuda cuando la necesitan, se declaran autosuficientes y, al hacerlo, alimentan su amor propio.
Dependencia durante el embarazo
La realidad es que un embarazo es algo laborioso y que una mujer no podrá dar lo mejor de sí misma en esta tarea si no recibe ayuda.
Contrariamente a la ideología actual, el embarazo no es un esfuerzo limitado al ámbito privado.
En Showing…, Howard observa que, según el historiador griego Plutarco, «las tumbas de las mujeres que han muerto de parto, como de los hombres que han muerto en batalla, están marcadas con honor porque representan un sacrificio importante hecho en aras de una comunidad más amplia«.
Los embarazos conforman a las comunidades, no solo porque son la promesa de un crecimiento de la comunidad, sino también porque ofrecen una oportunidad de crecimiento espiritual a toda la comunidad, y no solo a la mujer embarazada. Una mujer es moralmente responsable de su comunidad, del mismo modo que ésta lo es de ella.
Las adversidades diarias a las que se enfrenta una mujer embarazada la obligan, a veces, a tener que confiar en las personas que la rodean más de lo que ella hubiera pensado. Las personas a las que se dirige cuando tiene momentos de temor, duda y agotamiento tienen la capacidad de construir su carácter o de erosionarlo. Asimismo, el modo en el que decida dar a luz a su hijo, sufrir por el bien de otro, contribuye a la integridad de su comunidad.
Para que una mujer pueda seguir adelante durante las cuarenta semanas de gestación, necesita ser apoyada por las personas que están comprometidas con su santificación.
Necesitará amigas y hermanas que controlen que esté bien, cocinen para ella y la animen a seguir adelante. Cuando entre por la puerta de su iglesia, deberá encontrarse con hombres y mujeres que quieran saber cómo está el bebé y en qué pueden ayudar. Necesitará cosas de segunda mano, la sabiduría y la perspectiva de las mujeres que ya son madres. Necesitará oración.
Necesitará que el personal sanitario la cuide, no solo durante los controles de rutina, sino también empoderándola y formándola en lo que atañe al embarazo y el parto. Y necesitará a su marido para que la ayude en su debilidad, la guíe, rece con ella y la quiera.
Este tipo de colaboración requiere honestidad, confianza y humildad. Agnes Howard resume todo esto de manera muy hermosa con las siguientes palabras: «Todas nosotras estamos marcadas por la experiencia de la gestación, hayamos estado o no embarazadas. Un poco de asombro es necesario«.
El embarazo es la temporada de la siembra. Los hábitos que una mujer desarrolla cuando está embarazada aran la tierra para el futuro trabajo de crianza. Es su responsabilidad, con el apoyo de su comunidad, reunir todas las cargas, las curiosidades y las sorpresas del embarazo para plantarlas en aras de una futura cosecha. Porque no será ella la única en recoger su abundancia.
ReL.
Traducido por Elena Faccia Serrano.