En este tercer domingo de cuaresma, Jesús hace una grave advertencia: “Si no se convierten, perecerán”. Y pone como ejemplo dos casos que tenía conmovida la ciudad de Jerusalén.
El de los galileos que fueron mandados a asesinar en el templo por Pilato y el de los peregrinos que murieron aplastados por el derrumbe de la torre de Siloé. Primero, Jesús hace una aclaración de la muerte trágica de estas personas. No fue un castigo de Dios porque fueran más pecadores que los demás. Si Dios actuara justiciariamente, como incluso muchos hoy piensan, entonces no habría pecadores en el mundo, ni se podría entender por qué personas inocentes sufren y mueren. La mentalidad de ver en las desgracias un castigo de Dios es rechazada por Jesús.
Jesús aprovecha estos dos eventos trágicos para hacer una grave advertencia. “Si no se convierten, si no cambian su modo de proceder, perecerán de la misma manera”. Y no se trata de un castigo divino, sino la desgracia que viene en consecuencia de sus propios actos malvados e injustos.
En realidad no hace falta un castigo venido desde el cielo. Quien se empeña en hacer el mal, quien se obstina en su pecado, también construye su propia ruina. Tarde o temprano se le revertirá el mal que ha hecho y no por castigo de Dios, sino porque forjan su destino de destrucción.
El problema está en el que se empecina en su pecado y cosecha su destrucción, pero luego no lo acepta y le echa la culpa a Dios pensando que es una venganza o un castigo. Cada uno de nosotros se debe hacer cargo de su propia vida. Nos debemos hacer responsables de las consecuencias de nuestra propia conducta.
Es inútil, absurdo y hasta infantil echar la culpa a Dios de lo que nosotros mismos hemos provocado. Si tú siembras injusticia, maldad y egoísmo, eso mismo cosecharás. Si te empeñas y hasta te enorgulleces de tu pecado, ese mismo pecado te engullirá.
Por eso el Señor advierte con toda claridad, si no te conviertes, también tú perecerás. El Señor te da una nueva oportunidad cada día que vives, cada mañana revisas si por fin comienzas a dar fruto. Y es que quien mientras tenga vida, tendrá la posibilidad de arrepentirse y convertirse, y ten la seguridad que Dios te perdonará y te recibirá.
Pero si te llega la muerte, ya no hay nada que hacer. Y como dice Jesús, también tú perecerás. No se trata de que tengas miedo, sino de que seas consciente de que lo que siembras es lo que cosecharás.
La conversión que debes tener es por tu propio bien, para evitar tu ruina y tu perdición. Cada día que Dios te da de vida, es también una oportunidad para cambiar y volver a Él de todo corazón, pues Dios no desea tu perdición, sino que te conviertas y vivas.
“Señor Jesús, no permitas que me obstinen el pecado y la maldad. Dame la gracia de la conversión para no perecer y condenarme. Sálvame por tu bondad”.
Feliz domingo. Dios te bendiga.