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El evangelio que escucharemos este domingo (Mc 12, 28-34) es un pasaje bíblico muy conocido en nuestros ambientes cristianos, lo citamos incluso de memoria porque es como la síntesis de toda la vida cristiana. ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Le pregunta a Jesús un escriba. Jesús responde con 2 textos tomados del Antiguo Testamento, uno del libro del Deuteronomio y otro del libro del Levítico.
“El primer mandamiento es El Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas; el segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En la respuesta de Jesús, nos llama la atención, no tanto el hecho de que Dios deba ser amado, sino la medida como debe ser amado. El Deuteronomio dice que “con todo” el corazón, “con toda” la mente y “con todas” las fuerzas, es decir, un amor sin límites. ¿Por qué Dios debe ser amado de esta manera?
Dios es el ser supremo, el origen y causa de toda creatura. Todo lo que existe, existe por él y en él. Por eso lo Biblia lo reconoce como el único Señor y como el único soberano del cielo y de la tierra. Por eso debe amársele por sobre todas las cosas. Nada ni nadie se le compara.
Los evangelios nos revelan que Dios es el amor infinito que abraza a todas las creaturas y las conserva en el ser; a través de su providencia además, cuida de todo. Él es además nuestro padre que nos ama de tal manera que envió y sacrificó a su propio hijo unigénito, por nuestra salvación. Dios es nuestro fin último porque desea que todos participemos de su vida y de su felicidad para siempre.
Por lo tanto, si Dios es todo esto, por eso es lógico y justo, amarlo sobre todas las personas y con todas nuestras fuerzas. Y más aún, amando a Dios de esta manera, la creatura se realiza plenamente alcanza su perfección y encuentra su verdadera felicidad.
En el caso del segundo mandamiento, Jesús dice: amarás a tu prójimo como a ti mismo. ¿Cómo nos amamos nosotros? Naturalmente con todas nuestras fuerzas. Deseando todo el bien posible para nuestras vidas. En particular el bien de vivir en gracia de Dios y el bien supremo de la salvación eterna. Evitando todo aquello que puede hacernos daño o hacernos sufrir, o robarnos la vida eterna.
Ahora bien, del mismo modo y con la misma medida debemos amar a nuestros prójimos porque también ellos son hijos de Dios y son nuestros hermanos. En la última cena, Jesús perfeccionó este mandamiento diciendo, amense unos a otros como yo los he amado (Jn 13, 34). Esto significa que desde el punto de vista cristiano, nuestro modelo de amor hacia el prójimo, es el mismo amor de Jesús. Es el amor que lo ha llevado a dar su vida por nosotros en la cruz y a perdonar también a todos aquellos que lo crucificaron.
La originalidad de la respuesta de Jesús a aquel escriba no está tanto en invocar estos 2 mandamientos veterotestamentarios, sino en el hecho de haberlos unidos en forma tan estrecha, como si fueran dos caras de una misma medalla. Dice San Juan en su Primera carta: el que ama a Dios que ame también a su hermano (1 Jn 4). Para un cristiano no hay 2 tipos de amor, sino uno solo. El amor a Dios se proyecta necesariamente hacia prójimo, así como el verdadero amor al prójimo nos lleva también a amar a Dios.