DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Ciclo B
Dt 4, 32-34. 39-40; Rm 8, 14-17; Mt 28, 16-20.
“Bautizándolos en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).
In láake’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Táan K’iinbensik Santísima Trinidad, ku k’a’ajsik to’on Kué familia yeetel múuchkuxtal yéetel yaabila’ mina’an u xuul. Le óolale’ tu láakal máak yóok’ol kaabe’, beeta’an je’e bix Yuumtsil, u ti’al kuxtal yéetel jach ki’imak óolal ichil múuchkuxtal beyxan yéetel ichil yaabila’.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en esta solemnidad de la Santísima Trinidad.
En la primera lectura de hoy, tomada del libro del Deuteronomio, se exalta el privilegio del pueblo de Israel, a quien se le ha dado conocer al único y verdadero Dios, el cual de una forma cercana ha protegido a Israel con numerosos prodigios, y además le dio los mandamientos para que cumpliéndolos alcanzara la felicidad. Israel reconoce que el cumplimiento de los mandamientos produce una felicidad inmediata, pero que además se promete una larga vida.
Ningún otro pueblo en la antigüedad era monoteísta, es decir, que sólo veneraban a un solo Dios; por el contrario, todos los demás eran politeístas. Algunos filósofos griegos como Sócrates, Platón y Aristóteles, llegaron a la convicción filosófica de que el ser divino exigía unicidad, no multiplicidad, y que Dios debía ser la causa última de todo cuanto existe. Aunque, por otra parte, ellos mismos rindieron culto a las distintas divinidades griegas, porque no tenían en Grecia un culto monoteísta.
El jurista, político, filósofo, escritor y orador romano quien falleció en el año 43 A. C., Marco Tulio Cicerón, al morir no se dirigió a ninguna de sus divinidades romanas, sino a la “Causa de las causas”, diciendo: “Causa causarum, miserere mei” (Causa de las causas, ten piedad de mí).
El pueblo de Israel que no tenía el poderío de otros pueblos, ni la grandeza de una escuela filosófica, fue elegido por el único Dios para revelarse a él, llegando a ser luego instrumento de Dios para darse a conocer a todos los pueblos, tal como lo dijo a nuestro padre Abraham: “En tu descendencia serán bendecidas todas las naciones de la tierra” (Gn 22, 18).
Antes de la llegada de Cristo, ya muchos extranjeros se acercaron al pueblo de Israel para abrazar su misma fe en el único Dios. A éstos se les llamó “prosélitos”. El día de Pentecostés hubo muchos prosélitos escuchando la primera predicación del Evangelio y bautizándose para unirse a la Iglesia de Jesucristo. Pero sólo Cristo resucitado mandó al nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, a predicar a todos los hombres y mujeres la buena nueva de la salvación, así como la realidad de un solo Dios verdadero en tres personas iguales y distintas, que se llaman Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En el salmo responsorial proclamamos el 32 diciendo: “Dichoso el pueblo elegido por Dios”. En efecto, Israel no tuvo los méritos ni la capacidad para alcanzar el conocimiento de Dios, sino que fue Dios quien lo eligió y le mostró su camino, el camino de los mandamientos. De igual modo cada uno de nosotros hemos de sentirnos dichosos de que el Señor nos haya elegido amorosamente para formar parte de su Iglesia. “En el Señor está nuestra esperanza, pues Él es nuestra ayuda y nuestro amparo” (Sal 32).
Cuando hablamos del “Misterio de la Santísima Trinidad”, tal vez alguien piense que nos es posible descifrar eso de que sea un solo Dios, si son tres personas. Recordemos que la palabra “misterio” significa etimológicamente “plan”. Se trata pues del plan de Dios, de revelarse a nosotros que no tenemos que meter este conocimiento en nuestra pequeñísima inteligencia, sino en nuestro espíritu que tiene una gran capacidad de creer y de amar.
Por otra parte, al saber que Dios es “Familia perfecta”, “Comunidad perfecta y eterna”, sabiendo que Él nos ha creado a su imagen y semejanza, hemos de intuir que el hombre no se puede entender de manera individual, sino como un ser en relación. Venimos al mundo como fruto de la relación entre un hombre y una mujer, por eso nuestra vida es plena y feliz en la medida que tengamos más y mejores relaciones interpersonales.
Un buen cristiano está llamado a ser el mejor cónyuge, el mejor hermano, el mejor amigo, el mejor vecino y compañero. Sin embargo es lógico que, por nuestra condición inclinada al pecado, tengamos algunas dificultades en la relación con los demás. Estamos llamados a construir en el día a día la mejor relación entre nosotros, por lo que tantas veces tendremos que pedir perdón y buscar la reconciliación. Lo más maravilloso es poder tener una buena relación con Dios mismo, sustentada en las buenas relaciones con los demás.
El misterio de la Santísima Trinidad nos quiere envolver, nos quiere incluir en la vida trinitaria. En la segunda lectura de hoy, san Pablo en un pasaje de la Carta a los Romanos, nos describe perfectamente lo que realiza el Espíritu Santo unido a nuestro espíritu, si nos dejamos conducir por él; esto es que recibimos un espíritu de hijos por el que podemos llamar Padre a Dios y que nos convierte en coherederos con Cristo, puesto que sufrimos con él para ser glorificados junto a él (cfr. Rm 8, 14-17).
El santo evangelio según san Mateo nos presenta hoy el momento en el que Jesús se despide de sus discípulos. Dice que ellos “Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban” (Mt 28, 17). Pero ¿por qué “titubeaban?”, ¿por qué dudaron en reconocerlo como Dios? La verdad es que una cosa era reconocer a Jesús como profeta, como mesías, como el Cristo o como el resucitado, y otra muy distinta era afirmar su divinidad. No debemos olvidar que eran judíos, que tenían muy en el corazón la fe de Israel en un solo Dios verdadero, por lo que no habían asimilado el misterio trinitario. Los Apóstoles, en cambio, ya lo habían asimilado; por algo el apóstol Tomás, cuando vio a Cristo resucitado exclamó: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Durante los primeros siglos de la Iglesia los teólogos se esforzaron en explicar el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, para poder reconocerlo como Dios y hombre verdadero.
Luego vino el envío misionero, cuando les dijo Jesús: “Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). La práctica del bautismo ya existía desde hace tiempo en el pueblo judío, en un movimiento de predicadores que llamaban al pueblo a una mayor fidelidad al Señor, tomando como signo de su compromiso el baño bautismal. La actividad de Juan el Bautista debe comprenderse dentro de este movimiento; sólo que ahora se trata del bautismo de aquellos que creen en Cristo y que debe ser en el nombre de la santísima Trinidad.
No importa lo que hayan batallado los teólogos en los primeros siglos, junto con los obispos en los primeros concilios, pues la fe en la Trinidad ya estaba presente en el mandato de Cristo, así como en la esencia de nuestro Bautismo. Por eso nosotros no dejamos de signarnos en el nombre de la Trinidad. En su nombre no dejamos de bendecirnos unos a otros, por lo que todos estamos llamados continuamente a dar gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo con nuestras palabras, pero sobre todo con nuestras obras.
El pasado lunes 20 de mayo, atestiguamos la firma de un compromiso por la paz en Yucatán, de parte de cada uno de los aspirantes a la gobernatura de nuestro Estado. Pero antes de firmar, cada uno de los candidatos fue presentando sus planes para conservar la paz entre nosotros a nivel social y de las familias, lo mismo que a fortalecer el tejido social.
Oremos para que tengamos entre nosotros un proceso electoral pacífico y que el día de las elecciones se convierta en una gran fiesta cívica que a todos nos alegre y nos una.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!