Dile con santa osadía: ¡Soy todo tuyo, María!

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Los superhéroes abrigan siempre la esperanza de que lleguen a nuestro mundo personas especiales que vengan a defendernos y a derrotar a los que ponen en peligro nuestra vida. En las circunstancias actuales no se trata únicamente de la ilusión y la expectativa de los niños, sino también de los que ya crecimos y reconocemos que necesitamos de esa gente especial que venga a defender la obra de Dios que es la única que salvaguarda la felicidad, la unidad y la paz.

Plantea Chesterton de manera sugerente que: “Los cuentos de hadas no dan al niño la idea de lo malo o lo feo; esa idea está ya en el mundo (…). El niño conoce al dragón desde siempre, desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarle un San Jorge capaz de matar a ese dragón”.

En la cultura cristiana los santos son precisamente nuestros héroes porque supieron vencer las adversidades con la fuerza del amor, del perdón y de la paz, siempre a ejemplo de Jesucristo que venció el pecado y la muerte con la donación amorosa de su propia vida.

Sin embargo, los santos, además de que actualizan la victoria de Jesucristo en todas las épocas de la historia también se destacan por la bondad y calidez que meten en nuestros ambientes hostiles y convulsivos.  Los santos y santas de Dios se destacan por ser personas amables, delicadas y bondadosas que destilan dulzura y paz.

Quizá en estos tiempos de indiferencia, agresiones, faltas de respeto y descalificaciones, cómo se notan más las personas apacibles y compasivas; cómo se disfruta estar al lado de estas personas que nos remiten a nuestro hábitat natural de respeto, paz y amor.

Se siente uno seguro a su lado; se siente uno bendecido y aceptado. Tienen la capacidad estas personas de generar esperanza, infundirnos paz y hacernos sentir amados. Así como el mal se contagia, el bien igualmente tiende a difundirse y quisiéramos conocer el secreto de los santos para llegar a vivir como ellos.

Llega uno a cuestionarse sobre la razón de su bondad, sobre el origen de su compasión y mansedumbre. Y en la medida que profundizamos sobre el secreto de su vida nos van llevando a Jesús y a María, para obtener del mismo pozo la paz y el gozo que tanto anhelamos.

Sin embargo, la dulzura, la ternura y la bondad de estas personas no debe confundirse con falta de carácter e ingenuidad. No estamos delante de personas endebles que se quiebren ante la primera dificultad, sino que su bondad persiste a pesar de la maldad que haya a su alrededor. El secreto de su bondad consiste en no dejarse atraer ni enganchar por los mecanismos de la maldad, sino que dan testimonio de cómo Cristo vence frente al odio, el pecado y la maldad del mundo.

Muchos santos habiendo estado en ambientes verdaderamente hostiles para la vivencia de la fe, jamás dejaron de confiar en el Señor y de seguir haciendo el bien, a pesar de las condiciones adversas que existían.

Como nos ha presentado estos días el libro de los Hechos de los apóstoles, los primeros discípulos y evangelizadores entre más eran perseguidos y expulsados, más difundían la alegría del evangelio. Las persecuciones, las amenazas y la cárcel no frenaban el ímpetu evangelizador, por lo que se hacían presentes en otros lugares practicando el bien y anunciando a Jesucristo, sin quejarse ni perder el tiempo por las agresiones y amenazas que estaban recibiendo.

Tenemos muchos casos así de hombres y mujeres que mantuvieron su bondad en tiempos críticos. Particularmente los santos que amaron profundamente a la Virgen María y propagaron su devoción desarrollaron una personalidad que sabía integrar bondad y fortaleza, amabilidad y firmeza, ternura y carácter, humildad y elocuencia, silencio y alegría.

Le debemos tanto a los santos marianos que han venido apareciendo a lo largo de la historia de la Iglesia: San Bernardo de Claraval, San Efrén, San Juan Damasceno, San Francisco de Asís, San Buenaventura, Santa Teresa de Jesús, Santa Catalina de Siena, San Alfonso María de Ligorio, San Juan María Vianney, Santa Teresita del Niño Jesús, San Juan Bosco, San Rafael Guízar Valencia, San Maximiliano María Kolbe, San Pío de Pietrelcina, San Josemaría Escrivá de Balaguer, Santa Teresa de Calcuta, San Juan Pablo II y San Luis María Grignion de Montfort, a quien quisiera referirme un poco más en esta ocasión.

A ejemplo de la madre de Jesús, quien se definió como la esclava del Señor, San Luis María Grignion de Montfort se puso como lema desde su ordenación sacerdotal: “esclavo de María”. Profesó un entrañable cariño a la Señora del cielo y propagó vivamente su devoción, profundizando en el amor filial a la Santísima Virgen María.

Juan Pablo II se remite a él para explicar su lema papal: “Como saben, el lema ‘Totus Tuus’ en mi escudo de armas fue inspirado en la doctrina de San Luis María Grignion de Montfort. Estas dos palabras expresan mi completa pertenencia a Jesús a través de María”.

Sin embargo, San Luis María toma el ‘Totus tuus’ de San Buenaventura, como consta en su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, 216: “Habiéndote entregado totalmente a Ella -en cuerpo y alma-, Ella, que es generosa, se entregará a ti, en recompensa, de forma maravillosa, pero real, de suerte que podrás decirle con santa osadía: Soy tuyo, ¡oh María!; sálvame… O con San Buenaventura: “Querida Señora y salvadora mía, obraré confiadamente y sin temor, porque eres mi fortaleza y alabanza en el Señor. Soy todo tuyo y cuanto tengo es tuyo, Virgen gloriosa y bendita entre todas las creaturas (Cant. 8, 6)”.

En sus predicaciones y canciones San Luis María proyecta la alegría evangélica de quienes libran con el mundo una gran batalla, seguros de su victoria y dispuestos a dar “el buen combate de la fe” (1Tim 6, 12). Ante la fuerza abrumadora del mundo moderno no cede al derrotismo histórico ni a la tristeza oculta tan frecuente en quienes estiman necesario pactar con el mundo, dejando de anunciar la novedad del evangelio.

En la devoción mariana de san Luis María queda de manifiesto que el amor a María es solo una imitación de la devoción de Jesús por su madre. Por eso, al seguir e imitar al Señor amamos tanto a María, porque eso le aprendemos a Jesús.

De esta forma San Luis María llegaba a decir: “¡Nunca se honra tanto a Jesucristo como cuando se honra a la Santísima Virgen! Efectivamente, si se la honra, es para honrar más perfectamente a Jesucristo”.

Este cariño y devoción a la Santísima Virgen María, que nos viene desde los tiempos apostólicos, se ha venido fortaleciendo a lo largo de la historia. Inspirado en toda esta tradición, y especialmente en la devoción de San Luis María, Juan Pablo II explicó perfectamente el sentido de nuestra piedad mariana:

“Mi manera de concebir la devoción a la Madre de Dios se transformó. Si antes estaba convencido que María nos conduce a Cristo, actualmente comienzo a comprender que Cristo también nos conduce a su Madre”.

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