El globalismo o Nuevo Orden Mundial (NOM) consiste en la pretensión de instaurar un gobierno de dimensiones mundiales, es decir, supraestatal, de apariencia democrática, pero con carácter y poderes totalitarios y que produzca, a su vez, una sociedad también totalitaria. Se trata de un orden colectivista pactado por los grandes magnates amorales y los grupos de izquierda con nueve objetivos principales engarzados:
- Disolución de las libertades individuales, absorbidas por el Estado todopoderoso.
- Consolidación del feminismo radical y la ideología de género en los sistemas educativos y en los medios de comunicación.
- Reducción drástica de la población mundial a través del aborto y la eutanasia.
- Atribución de derechos a los animales a fin de igualarlos a los humanos.
- Religión sincrética que postula la fraternidad universal masónica.
- Anulación de las soberanías nacionales borrando las fronteras nacionales.
- Promoción de la inmigración ilegal para sustituir a la población europea.
- Desmantelamiento de la economía de libre mercado sustituida por el socialismo.
- Ecologismo panteísta y catastrofista.
Con otras palabras, una «telaraña de intereses», muy superior a la que se refería Max Weber en La situación de los trabajadores (1892). Por cierto, los cinco últimos objetivos son un elemento constante en las intervenciones del Papa Francisco. Aunque no es menos cierto que, dichos lugares comunes, en recta teología católica, en modo alguno pueden considerarse Magisterio de la Iglesia expresado por boca del sucesor de San Pedro. Si no, más bien, opiniones personales de un obispo argentino en el siglo llamado Jorge Mario Bergoglio. Un buen ejemplo de ello fueron sus declaraciones contrarias a la ley moral natural: «Las personas homosexuales que viven juntas tienen derecho a una cobertura legal. Lo que tenemos que hacer es una ley de convivencia civil: tienen derecho a estar cubiertos legalmente. He defendido eso» (22-10-2020).
Sin embargo, la ley humana positiva, ha de ajustarse a la naturaleza humana y no viceversa. Eso sería caer en el positivismo jurídico: «La autoridad, no la verdad, hace la ley», escribía Hobbes en Leviatán (1651). El Catecismo de la Iglesia Católica (CEC) advierte que: «La autoridad no saca de sí misma su legitimidad moral» (n. 1902). Y Santo Tomás enseña: «La legislación humana sólo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón; lo cual significa que su obligatoriedad procede de la ley eterna. En la medida en que ella se apartase de la razón, sería preciso declararla injusta, pues no verificaría la noción de ley; sería más bien una forma de violencia» (S. Th. I-II, q. 93, a. 3 ad 2).
De ahí que la ley positiva ha de estar en conformidad con la verdad de la naturaleza humana creada por Dios, no proteger uno de los «pecados que claman al cielo», como es el caso del pecado «de los sodomitas» (CEC n. 1867). «Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (Gn 19, 1-29; Rm 1, 24-27; 1ª Cor 6, 9-10; 1ª Tim 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso» (CEC n. 2357).
Una «ley de convivencia civil», en palabras del Papa, significa regular jurídicamente un mal, pero las leyes que tienen por objeto un mal son inicuas y han de ser rechazadas:
«La autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común y si, para alcanzarlo emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden moral, estas disposiciones no pueden obligar en conciencia. En semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad» (CEC n. 1903).
El NOM propone que el concepto de patria debe ser diluido y superado ya que supondría un término xenófobo, represivo y explotador, en definitiva, una noción de resabio fascista. De este modo, las identidades particulares, es decir, nacionales, consideradas como arcaicas y opresoras, habrían de ser abolidas a fin de crear pequeñas repúblicas laicas que abandonen las realidades históricas y culturales (fundadas en la religión) que constituyen su esencia desde siglos. Lo cual supone la mayor concentración de poder político, económico e ideológico que se haya conocido en la historia. Se trata del totalitarismo democrático que las palabras del historiador y jurista, Alexis de Tocqueville, ya profetizaron en su obra La democracia en América (1840):
«Después de haber tomado entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie con un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más preciosos y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso: no destruye las voluntades pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos».
Dicho en otros términos, una dictadura perfecta, pues, a diferencia del régimen carcelario del gulag soviético o de los campos de concentración germanos, conforma una auténtica «jaula de oro» que convertiría a los hombres en amantes gustosísimos de esa misma esclavitud, a causa de su apariencia suave por estar disfrazada de libertad. Pero que, precisamente por ello, los haría absolutamente incapaces de percibir su sometimiento total. De hecho, la sociedad contemporánea se halla en el convencimiento de hallarse en «el mejor mundo de los posibles», como sostenía Leibniz (Teodicea, 1734). El estudio de la historia debe ser el núcleo de todas las Humanidades, porque sin conocer el pasado no es posible comprender el presente y, sin comprender el presente, no pueden tomarse decisiones acertadas en el futuro. De ahí que la postergación del estudio de la historia en los planes de estudio y su manipulación por las ideologías en el poder sean una desdicha social universal de consecuencias catastróficas.
El desconocimiento, desprecio u odio por el pasado, por la historia, se fundamenta en la creencia en un futuro, que siempre será mejor que el pasado, por el mero hecho de ser futuro. Así pensaban los dos filósofos protestantes más influyentes de la Modernidad: Kant (Idea para una historia universal en clave cosmopolita, 1784; La paz perpetua, 1795), y Hegel (Fenomenología del espíritu, 1807). Junto con Heidegger (Ser y tiempo, 1927) esta es, precisamente, la filosofía que se ha convertido en el sustrato de la teología moderna, tal y como se advierte en la obra de Karl Rahner, teólogo de enorme y deletérea influencia desde el concilio Vaticano II.
Ahora bien, quien supo ver este engaño fue Benedicto XVI y de ahí la campaña de difamación que orquestó el Nuevo Orden Mundial desde el inicio de su pontificado. De este modo en su obra Dios y el mundo advertía de la capacidad destructiva que comportaba la mentalidad posmoderna:
«Un mundo sin Dios de alguna manera simplemente existiría, y estaría desprovisto de cualquier propósito y sentido. No habría más criterios del bien y del mal. Por lo tanto, solo lo más fuerte tendría valor. El poder se convierte entonces en el único principio. La verdad no importa, de hecho, no existe. Solo si las cosas tienen un fundamento espiritual, solo si son deseadas y pensadas, solo si hay un Dios Creador que es bueno y quiere el bien, la vida humana puede tener un significado. […] Cuando Dios muere en una sociedad, se vuelve libre, se nos ha asegurado. En verdad, la muerte de Dios en una sociedad significa también el fin de su libertad, porque el sentido que ofrece a la vida muere».
Por Gabriel Calvo Zarraute.
Infovaticana.