Es bien sabido que Edmund Burke escribió en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia: «Pero el siglo de la caballería ha pasado ya, y le ha sucedido el de los sofistas, economistas y calculadores, extinguiéndose para siempre la gloria de Europa».
Fue relevante cuando Burke lo escribió, y un intento de reconfigurar ese sentimiento para nuestro malestar actual, da como resultado algo parecido a lo siguiente: «La era de la ‘neutralidad’ ha pasado. La de los wokesters [activistas del woke, o de la conciencia social], los oligarcas y una clase dirigente arrogante ha triunfado; y la ‘gloria’ del orden neoliberal de posguerra se ha extinguido para siempre». Una formulación distinta pero relacionada -que ya he utilizado antes- sería esta: el presidente Reagan dijo que «las palabras más aterradoras» son «soy del gobierno, y estoy aquí para ayudar», pero las nuevas «palabras más aterradoras» son «soy de la clase dominante, y estoy aquí para subyugarte».
Demos un paso atrás y recorramos la historia intelectual y política que nos ha llevado a este punto.
A pesar de la pertinencia de las afirmaciones sobre la verdad universal o la generalización empírica, un movimiento político surge intrínsecamente en un momento y lugar específicos para hacer frente a un conjunto de desafíos concretos. El llamado «movimiento conservador moderno» no es diferente, ya que surgió a principios de la Guerra Fría para hacer frente a los desafíos circunstanciales de una Unión Soviética cada vez más amenazadora en el extranjero y de un sistema político excesivamente gravado de impuestos en nuestro país. El ascenso del comunismo opresor en la escena mundial, junto con los opresivos tipos impositivos marginales de la época de Eisenhower, que alcanzaron el 91%, favorecieron un movimiento político naciente que consideraba la «libertad» como el principio organizativo preeminente, como mínimo, e incluso potencialmente como el fin sustantivo de gobierno.
Por lo tanto, no es de extrañar que Frank Meyer, el padre del llamado «fusionismo» aún venerado hoy por la corporación conservadora fuera un pensador libertario. Puede que Meyer fuera personalmente conservador desde el punto de vista cultural, pero citando a Henry Olsen, del Centro de Ética y Políticas Públicas, el pasado mes de junio, el programa político real de Meyer se reducía a que «el dominio de la libertad es la política; el dominio de la virtud es la vida privada, sin obstáculos y sin ayuda de la vida pública». El resultado, dice Olsen con razón, es que «la virtud, despojada de cualquier reclamo político legítimo sobre la libertad, se convierte en sierva de la libertad».
Bajo este paradigma hay poco espacio para la noción de un George Will más joven (y menos libertario) «del arte del Estado como arte del alma«. El fusionismo, como hoja de ruta para gobernar, impide a los estadistas bien intencionados dedicarse al verdadero arte de la política. Es intrínsecamente inefectivo, débil y, como diría David Azerrad del Hillsdale College, poco masculino. Y es inefectivo, débil y poco masculino porque elimina de la arena política, y consigna a la esfera «privada», los mismos juicios de valor y las cuestiones críticas que más afectan a nuestra humanidad y nuestra civilización.
La postura defensiva del fusionismo liberalizado, que garantiza no tener que enfrentarse nunca a la presión de los oponentes políticos en las cuestiones más controvertidas, es una forma cobarde de abordar la política. También se basa, en su totalidad, en la distinción fundamental y empíricamente falsa entre los ámbitos «privado» y «público». Los conservadores intuyen que esta dicotomía es, como diría Yoram Hazony, liberal hasta la médula.
El «movimiento conservador» de la posguerra, inspirado en el neoliberalismo, también sembró, de manera crucial, las semillas de su propia destrucción. Hay que dar crédito a quien lo merece: el llamado «taburete de tres patas» del conservadurismo ayudó a derrotar a la Unión Soviética, a recortar los impuestos y a mantener un crecimiento del PIB al menos razonablemente alto, si no de manera bastante consistente. Pero en prácticamente todos los demás aspectos, es difícil ver qué pretensiones de victoria podría tener la corporación conservadora.
Quizá en ningún ámbito se vea esto más fácilmente que en mi propia área de mayor experiencia, la Constitución y los tribunales. Cuarenta y ocho años después de Roe versus Wade y 39 años después de la fundación de la Sociedad Federalista, Roe sigue vigente. El moderno «movimiento legal conservador» ha idolatrado de forma peculiar la preocupación secundaria (o terciaria) de la demolición del Estado administrativo, olvidando quizás convenientemente que un principio rector mayor para una generación anterior de luminarias de la Sociedad Federalista era la anulación del destructivo precedente procesal penal de la era del Tribunal Warren, que tanto los liberales como los libertarios civiles adoran. Se dice que Ed Meese, cuando era fiscal general de Reagan, bromeó una vez diciendo que, si pudiera anular un caso, sería el de Miranda versus Arizona, el caso de los «derechos de Miranda». Buena suerte con eso hoy. [Miranda versus Arizona fue una decisión histórica del Tribunal Supremo de EE.UU. en la que el Tribunal dictaminó que la Quinta Enmienda de la Constitución de EE.UU. restringe a los fiscales el uso de las declaraciones de una persona en respuesta a un interrogatorio bajo custodia policial como prueba en su juicio, a menos que puedan demostrar que la persona fue informada del derecho a consultar con un abogado antes y durante el interrogatorio. La Quinta Enmienda de la Constitución de EE.UU. prohíbe a los fiscales utilizar las declaraciones de una persona en respuesta a un interrogatorio bajo custodia policial como prueba en el juicio, a menos que puedan demostrar que la persona fue informada del derecho a consultar con un abogado antes y durante el interrogatorio y del derecho a no autoinculparse antes del interrogatorio policial, y que el acusado no solo comprendió estos derechos, sino que renunció a ellos voluntariamente].
En el año 2021, está claro que los efectos persistentes del «movimiento conservador» de la posguerra, inspirado en el neoliberalismo, son peores que los de un fracaso. De hecho, ahora podemos mirar con seriedad atrás y concluir que gran parte del proyecto de lo que ha navegado bajo la bandera del movimiento conservador durante el último medio siglo ha sido, a posteriori, afirmativamente contraproducente, redundando en contra del florecimiento humano de los estadounidenses y de nuestro bien común.
La visita del presidente Nixon al presidente Mao en 1972 marcó el comienzo de una era de adoración bipartidista del «libre comercio» con la China comunista. Aparentemente, podemos atribuirlo a la arrogancia y la ingenuidad de la política exterior, que creía que la liberalización de las relaciones económicas con China podría conducir en última instancia a la liberalización política del reprimido pueblo chino. Basta con decir que eso no ha funcionado. Por el contrario, los resultados han sido positivamente desastrosos: la deslocalización de millones de puestos de trabajo, el cierre de miles de fábricas en todo el centro del país, el vaciamiento de la base industrial de Estados Unidos, innumerables vidas arruinadas por el fentanilo, el envalentonamiento de nuestro principal adversario geopolítico y la grotesca realidad de que ese adversario puede acaparar y ocultarnos el «equipo de protección personal» necesario durante una pandemia que ese adversario infligió al mundo.
En realidad, el problema es mucho más amplio y estructural. Décadas de libre circulación de bienes, capital y mano de obra han desgarrado el tejido y los nervios de nuestras instituciones más importantes: el Estado-nación, la iglesia y la sinagoga, y la familia. Tenemos un sentido extremadamente disminuido de la comunidad y de la pertenencia a un pueblo, y los vínculos interdependientes de la ciudadanía, sin los cuales ningún sistema político puede durar mucho tiempo, se han desgastado drásticamente. Incluso ese tropo favorito de los conservadores pro-federalismo, los «laboratorios de la democracia» brandeisianos, -citando a los conservadores, «vota con tu voto»-, que sin embargo yo apoyo y he hecho personalmente, suena en gran medida hueco. Para bien o para mal, actualmente vivimos bajo un régimen nacional que está metido en un número infinito de mecanismos internos a nivel estatal. Por lo tanto, las cuestiones de valores y la lucha de la guerra cultural se desarrollan inevitablemente, en gran parte, en el escenario nacional. Sacrificar los mecanismos de poder del gobierno nacional es desarmarse unilateralmente en la guerra cultural.
La concepción de Burke de un pueblo como una «asociación concreta de generaciones muertas, vivas y aún no nacidas» es difícil de conciliar con el hecho de que la ley de inmigración estadounidense siga rigiéndose por la querida Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965 de Ted Kennedy, que ha inundado de mano de obra barata a las corporaciones multinacionales a costa de la unidad concreta de la ciudadanía que John Jay vio sagazmente como necesaria en The Federalist No. 2. Somos un pueblo atomizado, balcanizado y, en muchos sentidos, profundamente abatido. Necesitamos una mayor consolidación social, más sentido para nuestras vidas y, en definitiva, más Dios.
Al mismo tiempo, la izquierda woke, tras haber completado su «marcha a través de las instituciones», es ahora un perro ruidoso y de color azul [color de los Demócratas en Estados Unidos] que pasea al amo, que es una clase dirigente decadente y sórdida. Los wokesters, las élites y los multiculturalistas interseccionales son implacables en su asalto a los fundamentos mismos de la ciudadanía y el modo de vida estadounidenses. Y lo que es más importante, su larga marcha institucional se ha visto parcialmente favorecida por la miopía neoliberal. La fijación de los republicanos durante décadas en la desregulación de las empresas como un fin que debe perseguirse en sí mismo ha contribuido a colapsar la distinción «público» / «privado» y a favorecer el ascenso de una nueva tiranía sociocorporativa. Los capitalistas woke mandan en Wall Street, utilizando la influencia económica inflada para luchar en la guerra cultural con el objetivo de derrotar a su enemigo: nosotros. En Silicon Valley, los barones monopolistas que nos desprecian, pero que controlan los términos de nuestra plaza pública del siglo XXI, se benefician indebidamente de la teoría antimonopolio de inspiración neoliberal y de la jurisprudencia que promueve una visión demasiado estrecha de la llamada «norma de bienestar del consumidor» de la ley antimonopolio.
Una vez más, entre nuestro sacrificio del arte de la política y nuestra obsesión por la ortodoxia neoliberal, hemos sembrado las semillas de nuestra propia destrucción. Hemos proporcionado a los wokesters la cuerda con la que ahorcarnos. La corporación conservadora ha hecho todo lo posible por cumplir la profecía de Abraham Lincoln en su discurso en el Lyceum de 1838: «Si la destrucción es nuestro destino, nosotros mismos debemos ser su autor y su final».
Los tópicos neoliberales no van a salvar ahora nuestra república en fase avanzada. El procedimentalismo de valores neutrales, como las exaltaciones del absolutismo del laissez-faire y el positivismo legal en el derecho constitucional, no salvarán ahora a Estados Unidos. Los recortes de impuestos a las empresas y otras prescripciones del consejo editorial del Wall Street Journal simplemente no van a servir. Necesitamos una visión del conservadurismo más musculosa, asertiva y masculina. Necesitamos una visión del conservadurismo que dé prioridad no a la idolatría del libre mercado zombi, sino a una vigorosa agenda política dedicada, por citar un popular ensayo de 2019, a «combatir la guerra cultural con el objetivo de derrotar al enemigo y disfrutar del botín». La única manera de que la derecha estadounidense logre esto, una vez que recupere el poder, es ejercer prudentemente ese poder al servicio de la búsqueda de nuestro ideal del bien sustantivo, y recompensar a los amigos de nuestro régimen justo y castigar a los enemigos de nuestro régimen dentro de los límites del Estado de derecho.
Los fines que buscamos, y a los que debe dirigirse el ejercicio prudencial de ese poder político al servicio del buen orden político, pueden describirse a grandes rasgos como la justicia sustantiva y el bien común que constituyen el telos del régimen estadounidense. Estos fines deben implicar necesariamente la solidificación institucional de los soberanos políticos equipados para lograrlos, el fortalecimiento de la unidad social fundamental, la familia y la derrota del wokeism cultural y la restauración de la cordura cultural por medio del retorno de la religiosidad pública manifiesta, es decir, el retorno de Dios a la plaza pública. El enfoque de la época de los padres fundadores de Estados Unidos sobre Dios en la plaza pública podría considerarse a grandes rasgos como una especie de «integralismo ecuménico», y el conservadurismo nacional debería adoptarlo.
Los medios con los que buscamos esos fines también deben ser más flexibles que la rigidez procedimental prevista desde hace tiempo por los principales bastiones del conservadurismo. Como dijo el presidente del Instituto Claremont, Ryan Williams, en un artículo publicado en abril en Substack, «hay mucho en juego y el momento de luchar es ahora, utilizando cualquier mecanismo de poder disponible». Ryan continuó: «La derecha necesita pensar de forma menos dogmática y más creativa en la defensa de sus amigos y constituyentes y en el intercambio ojo por ojo».
En el ámbito de las políticas públicas tangibles, consideremos el ejemplo de las grandes tecnológicas. El argumento conservador nacional en este caso es sencillo. La vida digital mina nuestra humanidad y socava el bien común y, para colmo, los barones del robo de las grandes tecnológicas son enemigos declarados de nuestros valores tradicionales. Por lo tanto, hay que frenarlos y castigarlos utilizando todos los medios disponibles dentro del Estado de derecho. Consideremos como otro ejemplo el reciente llamamiento de J.D. Vance para castigar a la destructiva Fundación Ford y otros grupos similares, apenas ocultos, de defensa política de la izquierda, asegurándonos de que no sean tratados como organizaciones benéficas en el código fiscal de Estados Unidos. Esto es lógico, de sentido común, y constituye una buena política pública. Y en el ámbito de la jurisprudencia y el poder judicial, he propuesto mi propia vertiente metodológica y sustantivamente más conservadora de interpretación constitucional que he denominado «originalismo del bien común«. El originalismo del bien común coloca abiertamente y sin reparos su pulgar interpretativo en la escala del telos -la orientación sustantiva general- del régimen estadounidense.
El conservadurismo nacional estadounidense da prioridad al interés nacional y a la independencia soberana del Estado-nación estadounidense en el escenario mundial, y al bien común de la política estadounidense en el frente interno. En el caso de este último, tanto en el ámbito de la política nacional como en el de la jurisprudencia constitucional, el bien común debe prevalecer cuando entra en conflicto, por un lado, con concepciones radicales de la autonomía individual incompatibles con las costumbres tradicionales estadounidenses y el florecimiento humano sustantivo como es el fenómeno transgénero y, por el otro, con el multiculturalismo venenoso que amenaza con dividir aún más a un pueblo ya dividido, como la teoría racial crítica. Las afirmaciones constitucionales absolutistas, como la noción de que la Primera Enmienda supuestamente «protege» el adoctrinamiento de la teoría racial crítica en las aulas, deben rechazarse rotundamente.
El lado positivo de los últimos fracasos del «movimiento conservador» de la posguerra, inspirado en el neoliberalismo, es que esos fracasos han puesto al descubierto, para que todos la vean, la idea errónea de que la plaza pública, y por extensión las instituciones como el libre mercado y el orden constitucional, pueden ser alguna vez «neutrales en cuanto a los valores». No pueden serlo.
Los wokesters, los oligarcas y nuestra arrogante clase dirigente lo intuyen y actúan en consecuencia con cada fibra de su ser. Sin duda, no es demasiado pedir que un conservadurismo digno de ese nombre haga lo mismo. Ese conservadurismo renovado y consciente de sí mismo debe sentirse cómodo ejerciendo el poder para reconsolidar una ciudadanía fracturada, reforzar la familia nuclear, poner verdaderos límites a los excesos del laissez-faire purista y castigar a los wokesters y a los multiculturalistas por su perniciosa agenda que desgarra el país.
En última instancia, toda cuestión política importante en el año 2021 es una cuestión «cultural». A la luz de esta realidad, el «fusionismo» y el libertarismo son impotentes. Solo el conservadurismo nacional será suficiente.
Por Josh Hammer.
The American Conservative.
Traducido por Verbum Caro
para InfoVaticana.