Muy queridos hermanos y hermanas les saludo con el afecto de siempre, deseándoles todo bien en el Señor, en este domingo veintidós del tiempo ordinario.
La primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio, nos presenta el pasaje donde Moisés entrega al pueblo de Israel los preceptos y mandatos, que es necesario cumplir para entrar en la tierra prometida. Igualmente nosotros tenemos una tierra prometida en el cielo, y somos llamados a vivir aquí como extranjeros, como quien va de paso, cumpliendo la voluntad del Padre para poder llegar a la casa celestial. A lo largo de la historia de Israel, se fueron añadiendo preceptos y mandatos dándoles un rango igual a cualquier precepto, y se metían en detalles del lavado de las manos y la limpieza de los vasos, las jarras y las ollas, haciendo de esto un rito obligado bajo pecado. Por eso los fariseos y escribas critican a los apóstoles de Jesús cuando ven que comen sin lavarse las manos.
Jesús reprueba la hipocresía de estos críticos que “hacen a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a tradiciones humanas”, y enseña a todos que la suciedad de las manos o de las vasijas no puede ensuciar el alma, pues no es los que entra de fuera lo que mancha al hombre, sino lo que sale de su corazón, porque del corazón del hombre salen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo, la frivolidad”.
Más allá del daño que hagamos con estas perversidades, todas esas realidades manchan nuestro propio espíritu. Por más bien que luzca una persona en su exterior, por su maquillaje, por su ropa, por sus bienes, por su prestigio, por su lugar en la sociedad, y hasta por algunas prácticas religiosas, Dios mira la realidad de la podredumbre, fetidez y fealdad que hay en su interior por esas perversidades que hay en su interior. En cambio, podemos encontrar gente sin dinero, sucia por el sudor de su trabajo, con ropa vieja, y sin ninguna importancia en la sociedad o en la Iglesia y que, sin embargo, sea preciosa a los ojos de Dios, que conoce y valora su interior. Veamos con la mirada de Dios.
Con el salmo 14 que hoy proclamamos, preguntémosle al Señor: “¿Quién será grato a tus ojos, Señor?”, y la misma Palabra de Dios en este salmo nos responde quién es grato a los ojos de Dios: “El que procede honradamente y obra con justicia; el que es sincero en sus palabras y con su lengua a nadie desprestigia. Quien no hace mal a su prójimo ni difama al vecino; quien no ve con aprecio a los malvados, pero honra a quienes temen al Altísimo. Quien presta sin usura y quien no acepta soborno en perjuicio de inocentes, ese será agradable a los ojos de Dios eternamente.” Repasemos esta lista y hagamos nuestro examen de conciencia.
En la segunda lectura el Apóstol Santiago nos llama a poner en práctica la Palabra y no conformarnos con escucharla. ¿Pero qué tanto conocemos la Palabra de Dios? ¿Qué tanto la hemos leído o la seguimos leyendo? Si somo asiduos asistentes a la Sagrada Eucaristía, al cabo de tres años habremos escuchado la mayor parte de la Sagrada Escritura, y habremos escuchado su explicación en la homilía del sacerdote. Ojalá que seamos asiduos lectores de la Palabra de Dios y que, si no podemos asistir diariamente a la Santa Misa, de todos modos, leamos y meditemos un poco los textos bíblicos que ahí se proclaman cada día.
Pero el más experto en el conocimiento bíblico no se habrá dejado penetrar por la gracia de la Palabra si no la lleva a la práctica en acciones de justicia y caridad. Santiago lo dice con palabras muy sencillas y ejemplos muy concretos: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y en guardarse de este mundo corrompido”. Al tomar en serio la Palabra de Dios, ella nos inspirará la mejor de las conductas como hijos de Dios y como miembros de la Iglesia.
Los siguientes domingos continuaremos con la lectura de la carta del Apóstol Santiago, que todos podemos ir leyendo directamente en nuestra Biblia con mucho provecho.
El Pasado jueves el Congreso de Yucatán aprobó la redefinición del matrimonio, restringiendo la protección a la Institución Matrimonial y a la Familia, dejando a un lado la realidad sexuada del ser humano. Después de varias ocasiones en las que se abordó la misma votación, en esta ocasión, finalmente, se obtuvo la aprobación del así llamado “matrimonio igualitario”.
Sabemos que se trata de un poderoso movimiento internacional que logra presionar a los distintos gobiernos del mundo para que acepten este tipo de imposiciones. Y en Yucatán no descansaron hasta alcanzar su objetivo.
Más allá de lo que siempre ha enseñado y enseñará la Iglesia Católica sobre el matrimonio y la familia, lo mismo que enseñan todas las Iglesias, juzgo que esta votación no representa en esta ocasión el verdadero sentir del pueblo y sus valores. Hago un llamado a todos los católicos y personas de buena voluntad a seguir promoviendo los valores y principios evangélicos que no serán cambiados por ninguna ley civil y a no caer en desánimo sino construir en el seno de cada familia la comunidad de vida que sólo se logra con la complementariedad de hombre y mujer. Esto obliga a todos los padres de familia a poner más atención todavía en el acompañamiento y cercanía amorosa con sus hijos, en esta época en la que se les genera tanta confusión, especialmente en su adolescencia. Dios nos ampare en esta nueva circunstancia.
No nos olvidemos de apoyar a nuestros hermanos damnificados en Haití, a causa del terremoto del sábado 14 de agosto, lo cual podemos hacer a través de la cuenta de la Caritas Mexicana o de la Caritas local.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega.
Arzobispo de Yucatán.