Cuando se margina a Dios y se pierde la fe, prácticamente se pierde la razón

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Hemos terminado por aceptar que el problema de nuestra sociedad no es únicamente técnico, político y económico, sino sobre todo espiritual. Quedamos atrapados, condicionados e impactados por los efectos inmediatos de esta problemática que se refleja en el golpeteo, la crispación y la polarización que no dan tregua en nuestra sociedad.

Por su dramatismo, así como por su poder de seducción y provocación nos hemos quedado al nivel de estos fenómenos, sin sustraernos debidamente para tener una perspectiva más amplia de lo que está pasando. Referirnos a esta problemática como una crisis espiritual no es una visión reciente. Ya el premio Nobel Aleksandr Solzhenitsyn creía que el núcleo de la crisis que creó el comunismo no era político, sino espiritual.

En su discurso de graduación de Harvard, en 1978, proclamó: “Hemos puesto demasiadas esperanzas en las reformas políticas y sociales, solo para descubrir que estábamos siendo privados de nuestra posesión más preciada: nuestra vida espiritual”.

Abiertamente se ha combatido a Dios, a la Iglesia y a la tradición cristiana para arrancar la vida espiritual de la sociedad y eliminar todo rastro de lo divino. Estos intentos han sido infructuosos, aunque trágicos, por lo que ahora se vuelve atacar a Dios indirectamente, a través de la familia.

El problema es espiritual y de orden antropológico. Utilizando el lenguaje de la doctrina social de la Iglesia podríamos decir que la gran cuestión social hoy es de tipo antropológica. En esta crisis espiritual se percibe un ataque contra Dios e incluso contra la razón humana.

Este proceso se aceleró, sobre todo, el siglo pasado. De ahí, que Chesterton decía que: “En el siglo XX el hombre no ha perdido la fe, ha perdido la razón”. El secularismo y algunas tendencias ideológicas pensaron que la separación de la Iglesia y la toma de distancias de la fe generarían mejores condiciones para construir un proyecto de vida y de sociedad basados en la firmeza de la razón. Sin embargo, paulatinamente se fueron generando condiciones de vida que se alejaron incluso de una fundamentación racional.

La posmodernidad se convirtió en una corriente de pensamiento que intentaba romper con la modernidad que puso excesiva confianza en la razón. De suyo la posmodernidad supone un desencanto al poder de la razón que no trajo paz, bienestar y progreso, como prometió, sino guerras, pobreza, injusticias y amenazas de destrucción. Vemos con claridad que cuando se expulsa a Dios de la sociedad se expone más al hombre para ser instrumentalizado y cualquier decisión se puede justificar en detrimento de la vida, la moral y el bien común.

La sana e ineludible relación entre razón y fe, como lo desarrolla la teología y el Magisterio de la Iglesia, ha sido descalificada y la razón ha entrado en un proceso de descomposición y de falta de fundamentación, sobre todo en el caso de la ideología de género.

Por eso el verdadero drama que estamos viviendo no es propiamente hablando la pérdida de la fe sino la pérdida de la razón. Es más cuando se margina a Dios y cuando se pierde la fe prácticamente se pierde la razón.

Hay muchos errores que se propagan. Y ya no hay filósofos que clamen contra las declaraciones irracionales, por graves que se prevean sus consecuencias. Así como algunos filósofos se atrevieron primero a vaticinar y luego a declarar la muerte de Dios, así también se escuchan voces que señalan que la filosofía ha muerto.

El extremo de esta situación se constata en tantos planteamientos y corrientes actuales, aunque ya en la antigüedad aparecieron estas posturas. El poeta romano Décimo Junio Juvenal, en el siglo I, en un verso de sus Sátiras (VI, 223), pone las siguientes palabras en boca de una mujer imperiosa, para hablar de una voluntad arbitraria: Hoc volo, sic iubeo, sit pro ratione voluntas. “Lo quiero, lo mando. Baste (sirva) mi voluntad como razón”. Entramos así en los terrenos de una voluntad despótica.

En fin, hay signos preocupantes de esta problemática: la polarización que estamos viviendo, los signos de descomposición social, la violencia inaudita, la corrupción rampante, las imposiciones ideológicas aplicadas a diferentes aspectos, como la sexualidad y el don de la vida, y el ataque que está enfrentando la familia.

Vamos tratando de reaccionar, así como de defender y promover a la familia, pero fuera de las Iglesias, parece que muy pocos están captando esta problemática y apoyando decididamente a la familia. Hace algunos años el papa Francisco llegó a decir que hay una guerra mundial contra el matrimonio, y por ende contra la familia.

Se puede decir que esta guerra también es mundial en cuanto que la ideología de género se ha venido infiltrando en todo el mundo. Comenzó filtrándose en los organismos internacionales, en las estructuras gubernamentales y después en las leyes. Los impulsores de la ideología de género sienten que se ha venido ganando la batalla política y legislativa, por lo que ahora su propósito se concentra en influir de manera determinante en la cultura y en los programas educativos.

En esta guerra ideológica, que cuenta desgraciadamente con el respaldo de gobiernos, poderosos sectores financieros y organismos internacionales, nadie está inmune porque a todos nos llega la tentación de negar la realidad y acomodar las cosas a nuestra criterio -qué digo criterio que es una palabra fina y concienzuda- a nuestra conveniencia.

Decía Roberto de Mattei que “La teoría de género representa la última etapa intelectual de esta disociación entre la inteligencia y la realidad que se convierte en odio patológico a la propia naturaleza humana”. Por su parte, Benedicto XVI se refería así a esta ideología:

“La ideología de género es la última rebelión de la criatura contra su condición de criatura. Con el ateísmo, el hombre moderno pretendió negar la existencia de una instancia exterior que le dice algo sobre la verdad de sí mismo, sobre lo bueno y sobre lo malo. Con el materialismo, el hombre moderno intentó negar sus propias exigencias y su propia libertad, que nacen de su condición espiritual. Ahora, con la ideología de género el hombre moderno pretende librarse incluso de las exigencias de su propio cuerpo: se considera un ser autónomo que se construye a sí mismo; una pura voluntad que se autocrea y se convierte en un dios para sí mismo”.

Esta guerra mundial se libra en los hogares, en las escuelas, en el trabajo, en el gobierno, en la cultura, en los medios de comunicación, en las redes sociales, en la universidad y en la calle donde se impone, por cierto, de manera intolerante, irracional y dictatorial, la ideología de género.

Hay un ataque frontal al matrimonio, la familia y el valor sagrado de la vida. En otros tiempos había diálogo a pesar de todos los apasionamientos y tensiones que generan estos temas. Sin embargo, ahora que se va perdiendo la razón, hemos entrado en una etapa peligrosa de imposiciones, descalificaciones e incluso persecuciones hacia los que pensamos de manera diferente.

Esto es lo que se asoma en esta ideología de corte neomarxista y sesgo totalitario que busca imponer un nuevo orden mundial. Atenta contra las bases antropológicas, biológicas, éticas y teológicas de la humanidad, supone un insulto al sentido común y un atentado directo a la imagen de Dios en el ser humano.

Al hablar del sentido común decía José Alberto Ferrari: “Mientras más se desea vivir conforme al Evangelio de Jesucristo uno se torna más y más políticamente incorrecto, ¿no? Expresar una verdad pequeña de orden natural o del llano sentido común basta, a veces, para pertenecer al más rancio fanatismo. Por nuestra fidelidad nos esperan patíbulos, hay que saberlo… ya casi es una verdad de Perogrullo”.

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