Necesidad de cambiar, de ser mejores, todos tenemos. Aspiramos siempre al crecimiento, a la superación y a la excelencia. No nacemos perfectos y a veces cuando llegamos a superarnos puede suceder que retrocedamos en muchos aspectos: retrocedemos en bondad, en humanidad, en paciencia, en caridad, en responsabilidad, en humildad, en solidaridad y en muchas otras cosas.
Uno mismo percibe la necesidad de cambiar, sobre todo cuando llega la frustración y cuando sentimos el cansancio, pues el pecado cansa y provoca que duela el alma. La gente que nos quiere también ve nuestra necesidad de cambiar y constantemente nos hace esta invitación.
Lo novedoso es que Dios te invita al cambio, a entrar en un proceso de conversión. El cambio esperado no es automático, sino que necesita de todo un proceso, como precisamente señala la pedagogía divina en este tiempo de cuaresma.
Tantos años de alejamiento y de enfriamiento en la fe requieren de todo un caminar para que Dios vaya fortaleciendo nuestra conversión, pues Dios cuando llega a nosotros no solo arregla el problema que nos hizo buscarlo, sino todo el mal de nuestra vida.
Dios quiere que cambiemos no sólo porque ve la maldad que nos está destruyendo, sino también porque ve nuestro potencial y toda la bondad que no hemos aprovechado. Ve también cómo el mal nos tiene engañados y atorados en muchas cosas. Por eso, Jesús llega a decir respecto de sus asesinos y acusadores: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”.
Decía el cardenal Newman que: “No somos simplemente criaturas imperfectas que deben ser mejoradas: somos rebeldes que debemos deponer las armas”.
Por lo tanto, hay que convertirnos para ser mejores personas, pero también para desenmascarar al enemigo en la medida que permitimos que el evangelio nos lleve a un cambio de mentalidad.
El desierto es el grande ícono del tiempo de cuaresma y del proceso de conversión al que Dios invita a los cristianos, el cual también se remarca en este año jubilar. Nos pasamos la vida trabajando y divirtiéndonos. Hay muchas formas de juego y distracción que provocan que no asumamos las grandes preguntas de la vida.
No me estoy refiriendo a este aspecto con un ánimo puritano, como si todo juego o diversión fueran malos y siempre nos hicieran daño. Más bien hace falta apartarte un poco, tomar distancia de las cosas que te impiden ir al interior a fin de reconocer que el demonio te tienta para no convertirte en la persona que Dios quiere que seas.
Este ícono está modelado por los 40 años del pueblo de Israel en el desierto y los 40 días de Jesús en el desierto. El desierto no representa un lugar geográfico, sino lo que más se asemejaba a nuestro interior. Nos hace pensar en nuestra interioridad.
Tenemos que decir que muchas veces nuestro mundo interior es como si fuera un desierto. Nuestra vida interior no es precisamente como un jardín. En el desierto falta el agua, la comida, un lugar donde cubrirse del sol inclemente, del frío aterrador y de los vientos descomunales; es lugar inhóspito. No se logra habitar en el desierto.
Cuando entramos en nosotros mismos nos damos cuenta que en la parte más profunda de nosotros habita nuestra historia pasada que contiene cosas bellas y cosas malas que se han enraizado: miedos, heridas, tristezas, amargura, odio, preguntas sin respuesta, crisis, cosas que no hemos afrontado.
Como sucede con el desierto, no nos gusta atravesar este lugar, fingimos no tener en nosotros este lugar. Es más fácil vivir fuera de nosotros, que entrar en el interior. Es más fácil lanzarnos de lleno al trabajo sin pensar que tenemos un mundo interior. Es más fácil vivir pensando que la felicidad depende de nuestra casa, de experiencias que vamos buscando, de las cosas que compramos y del dinero.
Muchas cosas de nuestra vida que son negativas, no son negativas por lo que sucede fuera de nosotros, sino por lo que no hemos resuelto dentro de nosotros. No se puede atribuir todo el mal a las personas y al contexto social. Se pueden arreglar muchas cosas a nivel externo, pero lo más importante es lo que está dentro de nosotros.
En el evangelio de San Marcos lo más impresionante del relato de Jesús en el desierto, cuando fue tentado por Satanás, no es, como en los evangelios de Mateo y Lucas, el diálogo que Jesús sostiene con el demonio, sino el hecho de que Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto y permaneció 40 días en medio de las bestias y los ángeles le servían (Mc 1, 12-13).
Entrar dentro de nuestro mundo interior tiene que ver con las bestias que nos amenazan, nos aterran y ensombrecen nuestra vida. Hay cosas que no hemos resuelto y que nos acompañarán el resto de nuestra vida. Nos cuesta penetrar en un lugar donde todo se torna oscuro y sin esperanza.
Pero el evangelio dice que Jesús fue empujado por el Espíritu Santo al desierto. Se trata de una peregrinación que hay que realizar para confrontarnos con estas bestias, pero sabiendo que también hay ángeles que nos asisten, que meten luz y esperanza para no sucumbir.
El desierto no es un lugar donde se permanece, sino un lugar de paso. Este aspecto hay que remarcarlo en primer lugar para animarnos a hacer este proceso, pero también para llegar a la meta. Hay personas que quieren regresar a su interior para seguir acariciando sus heridas y siguen estancadas en este proceso.
La obra de Jesús es vencer todo esto que nos hace esclavos y que nos mantiene en la tristeza. La obra del mal es lo contrario, tenernos prisioneros y no superar estos males. Algunos le reclamaban a Moisés haberlos traído a un lugar inhóspito, al desierto donde no había comida segura.
El mal nos roba el tiempo. Solo tenemos una vida. Cada vez que desperdiciamos el tiempo y no afrontamos las cosas vence el mal; cada vez que posponemos esta peregrinación al desierto vence el mal. El mal quiere que perdamos el tiempo, arrancarnos de la realidad y quitarnos la cosa más preciosa que Dios nos ha dado: conquistar nuestra libertad entrando en este viaje.
Hay que hacer notar que una vez que entramos dentro de nosotros mismos no es que inmediatamente todo cambie. Más bien parece que las cosas empeoran, no necesariamente se arreglan, ya que entramos y ahí nos provoca el tentador.
Nos desanima y mete en nuestro pensamiento el abatimiento y la desesperanza: nunca podrás arreglar tu vida, no puedes superarte, eres un desastre, todo lo has hecho mal, nunca vas a cambiar. Puede uno iniciar con ánimo esta travesía, pero con esta primera provocación desistimos y regresamos a lo de siempre.
Solemos comportarnos como la gente e incluso algunos discípulos de Jesús: huimos cuando las cosas se complican, cuando la voluntad de Dios no coincide con las facilidades que queremos, cuando no hay milagros, cuando no hay Monte Tabor, cuando no multiplica el pan.
Hay que tener el coraje de permanecer dentro, de hacer este proceso en nuestra interioridad. No estamos solos. El Espíritu Santo nos lleva al desierto y nos acompaña en esta travesía. El misterio de la encarnación reafirma no que Dios exista, eso ya se había esclarecido, sino que Dios está con nosotros. Nadie está solo.
Por eso, podemos empezar este recorrido, porque ahí está Jesús, aunque venga el tentador a desesperarnos y refregarnos en la cara todo nuestro mal. Podemos ver la diferencia: el diablo conoce tu nombre, pero te llama por tu pecado; Dios conoce tu pecado y aun así te llama por tu nombre.
Quisiera terminar citando algunas recomendaciones que daban los santos quienes, como Jesús, lucharon frontalmente contra el enemigo. El santo cura de Ars decía: “El diablo escribe nuestros pecados y nuestro Ángel de la Guarda todos nuestros méritos. Trabajen para que el libro del Ángel de la Guarda esté lleno y el del diablo vacío”.
Y Santa Teresa de Jesús, con el carácter que la caracterizaba, recomendaba: “Satanás, el epítome del pecado mismo, te acusa de indignidad. Cuando el diablo te recuerde tu pasado, ¡recuérdale su futuro!”