¿Cómo estoy viviendo mi vida de profeta?

Mons. Cristobal Ascencio García
Mons. Cristobal Ascencio García

El profeta cuando es verdadero abre siempre con trasparencia los horizontes de un mundo diverso.

Jesús, el domingo pasado en la sinagoga, al resumir lo anunciado por el profeta: “Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acaban de oír”, se da la sorpresa de unos y el rechazo de otros, parientes y paisanos: “¿No es éste el hijo de José?” Jesús reivindica para sí una misión profética y así se percibe cómo el Evangelista Lucas quiere dejar claro desde ahora, que tendrá que pagar el precio que todo profeta ha de pagar: el rechazo que lo llevará a su pasión y muerte.

Ante la admiración de unos y el rechazo de otros, Jesús parece no sorprenderse, les recuerda un dicho: “Yo les aseguro que nadie es profeta en su tierra”. Se presenta como el enviado de Dios, se presenta como un profeta; pero el pueblo no quiere un profeta, desean una especie de mago, un curandero, que dé prestigio a su aldea, que los saque de aquel anonimato, recordemos lo que dice el Evangelio: “Seguramente me dirán aquel refrán: Médico, cúrate a ti mismo y haz aquí, en tu propia tierra, todos esos prodigios que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”. Ellos buscan prodigios, cosas extraordinarias, no andan detrás de un profeta.

Jesús desde los inicios de su predicación experimentó el rechazo de los suyos, ese rechazo lo experimentaron todos los profetas del Antiguo Testamento. Un ejemplo de eso es el de Jeremías, que nos es presentado en la primera lectura. A su consagración como profeta, Jeremías responde expresando todo su miedo, ante la misión que Dios le quiere confiar, pero Dios le dice: “No tengas miedo, porque yo estoy contigo para protegerte”.

Recordemos que ser profeta es tocar los intereses de los más poderosos, es tocar las conciencias, es ser molesto en un mundo acomodado. El profeta nos enfrenta a la verdad de Dios, pone al descubierto nuestras mentiras y cobardías, nos invita a un cambio de vida. No es fácil escuchar la voz de un profeta, es más fácil sacarlo del pueblo y olvidarse de él.

Como cristianos, decimos muchas cosas admirables de Jesús, lo confesamos como Hijo de Dios, le solicitamos milagros, pero nos olvidamos de su dimensión profética. Pareciera que sus palabras las conocemos tanto que ya no causan revuelo en nuestra mente; nos hemos acomodado y acostumbrado a su Palabra, que ya no sentimos molestia, pareciera que es para escucharse el domingo y en el templo, pero vivimos a nuestra manera y no al modo como nos dice Jesús.

Hermanos, vivimos en medio de una sociedad injusta, donde los poderosos buscan silenciar el sufrimiento de los que lloran; donde los que tienen el poder para defender el bien común, se hacen como si no vieran, ante las situaciones de injusticia; donde se vive la indiferencia ante los problemas de los demás es como si dijéramos: ‘que cada quien se rasque con sus uñas’. Pero Dios, necesita profetas en nuestro mundo; personas que levanten la voz ante tanta injusticia; personas que se atrevan a vivir la realidad desde la compasión de Dios por los que más sufren; su presencia se vuelve el dedo que toca la llaga de la injusticia e invita al cambio de vida.

Como Obispo y como Iglesia, creo que no debo y no debemos acomodarnos a un orden de cosas injusto, que olvida los proyectos de Dios, centrándose en individualismos egoístas; el profeta sacude la indiferencia y el autoengaño; critica la ilusión de felicidad, de bienestar, de orden que propone un mundo manejado por unos cuantos. El profeta es la voz de Dios, por eso, su voz y presencia incomoda a muchos. Como Iglesia, corremos el riesgo de quedarnos sin profetas. Muchas veces pedimos por las vocaciones, ya que faltan sacerdotes para el servicio presbiteral, pero ¿por qué no pedimos que Dios suscite profetas?, ¿acaso no los necesitamos? Recordemos, por el bautismo todos somos constituidos profetas. Así pues, si no ejercemos nuestro ministerio profético, pensemos que una Iglesia sin profetas corre el riesgo de caminar sorda a la voz de Dios. Un cristianismo sin profetas corre el riesgo de acomodarse a un orden establecido por unos cuantos, vivir de acuerdo a los parámetros del mundo, o quizá lo peor, tener miedo a la novedad que presenta Dios. No tengamos miedo a ser diferentes, pero que la diferencia en nosotros, la marque el Señor, su Evangelio. No tengamos miedo a denunciar las injusticias; no tengamos miedo a que nuestra voz suene aunque sea como campana vieja que nadie escucha; hagamos lo que podamos desde donde nos encontremos. La voz del profeta sigue siendo necesaria en este mundo marcado por el individualismo, la indiferencia y por tantas aberraciones.

El pueblo de Dios y la humanidad necesitan no demagogos, sino profetas. Así pues al ejercer nuestra misión profética, no busquemos mandar mensajes a la carta, al gusto de los creyentes y de los poderosos, sino que tratemos de iluminar y conducir por el camino hacia un futuro más humano, donde se puedan ver superados, entre otros, estos grandes riesgos contra la humanidad como son: La vida de los que están por nacer, la destrucción de la santidad del matrimonio, la violencia generalizada, la búsqueda desenfrenada del placer y del tener.

Hermanos, el Señor y su pueblo necesitan de profetas, ustedes y un servidor somos profetas, cada uno preguntémonos: ¿Cómo estoy viviendo mi vida de profeta?.

Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!

Mons. Cristóbal Ascencio García
Obispo de la Diócesis de Apatzingán 

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Obispo de la Diócesis de Apatzingan