Celebran presbíteros de la Arquidiócesis de México su XXV aniversario sacerdotal.

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Este viernes 29 de mayo, en la Basílica de Guadalupe, ocho sacerdotes de la Arquidiócesis de México: el Excmo. Sr. Jorge Estada Solórzano, los presbíteros Mauro José Luis Araiza Guerrero, Juan García Parra, Martín Flores Rosas, Pedro Lascurain Pérez, Eduardo Paredes Cruz, Hugo Valdemar Romero Ascención y José Javier Salazar Hernández celebraron su XXV aniversario de ordenación sacerdotal.

La fecha no coincidió con el día de la ordenación que es el 2 de junio, porque originalmente se pensó celebrar en la catedral de la diócesis de Gómez Palacio, Durango, donde un miembro de este grupo, Mons. Jorge Estrada, es obispo, pero debido a la contingencia sanitaria, se tuvieron que cancelar las diversas celebraciones, quedando sólo la de hoy en la Basílica de Guadalupe. Por la misma razón de la contingencia sanitaria, solo pudieron concelebrar en la Basílica los sacerdotes del aniversario -sin la presencia de familiares, feligreses y amigos-, y el P Mario Ángel Flores, quien fue el predicador de la celebración. Al finalizar la santa misa, el P. Hugo Valdemar Romero, dirigió a nombre del grupo estas palabras de acción de gracias.

 El viernes 2 de junio de 1995, en esta Insigne Basílica Nacional, a los pies de nuestra madre santísima María de Guadalupe, 8 diáconos recibimos el don inapreciable del ministerio sacerdotal de manos del muy amado arzobispo de México, don Ernesto Corripio Ahumada.

Era una tarde cálida de un mes de prolongado estío -prácticamente como hoy, en la víspera de Pentecostés-; recuerdo bien que mientras transcurría la solemne celebración, cayó una torrencial lluvia que refrescó, lavó, y como un milagro dio saciedad a la agostada tierra. ¿Cómo no pensar en ese torrente de gracia que es el Espíritu Santo, en esa agua viva que mana a borbotones para quitar la sed y dar vida, en esa brisa fresca que besa el alma, quita las dudas y sosiega las pasiones, en el río caudaloso que es su amor que abraza hasta ahogar el corazón?

Ese mismo Espíritu Santo, fue el que después de postrarnos en tierra bajo la miseria de nuestro barro fue implorado, nos levantó para que, arrodillados, por la imposición de las manos del obispo, recibiéramos el don inmerecido, el don inconcebible del Sacerdocio de Cristo, ese don que decía bien el cura de Ars, que si lo llegáramos a comprender enloqueceríamos de amor y espanto, pues nos dio, pese a nuestra miseria e insignificancia, actuar “in persona Christhi”; ser otro Cristo, que dice: yo te bautizo, yo te absuelvo, este es mi cuerpo, está es mi sangre: ¡La eucaristía! Misterio tremendo ante el que la misma Virgen Santa y los ángeles del cielo se postran para adorar.

El sacerdocio, un ministerio dado a la Iglesia y para la Iglesia, esposa inmaculada de Cristo, un ministerio para anunciar la alegre y buena noticia de salvación, un servicio para salvar almas, para liberarlas de la esclavitud del demonio, para ser luz del mundo y sal de la tierra, para sembrar la esperanza del cielo, nuestro destino final, para amar y enseñar a amar a Dios sobre todas las cosas, para implantar el reinado de Cristo, un reino de amor, de vida, de verdad, de justicia y de paz.

Han pasado veinticinco años en los que unidos a Jesús, la Vid verdadera, hemos dado frutos que solo él conoce, y también, aún sin querer, por nuestros pecados y fragilidades lo hemos traicionado, pero él conoce nuestro barro, y mira más bien nuestro corazón que como Pedro, arrepentido, le dice tres veces, Señor tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero. Tú sabes que te amo. Y hoy, aquí, en el mismo lugar de nuestra consagración nos vuelve a decir: apacienta mi rebaño.

Gracias, Señor, por el don de la fe católica, el don más grande que nos diste por el bautismo, gracias por la vida dada a través de nuestros padres, por nuestras familias, por nuestros amigos, por el pueblo creyente, tan bueno, tan noble, que nos has confiado.

Gracias por el don del sacerdocio, porque en ese servicio, unidos a ti, hemos sido tan felices. Aquí estamos los que hace veinticinco años nos ordenamos -a uno de nosotros le concediste el don del episcopado-, y hemos perseverado en tu servicio. Perdona nuestros pecados e infidelidades, apiádate de nuestra pequeñez.

Gracias a ti Madre Santísima de Guadalupe, patrona de Nuestro grupo de seminario, amor de nuestro pueblo, consuelo de todos tus hijos; bajo tu amparo nos acogemos, no nos dejes nunca de tu mano, Oh Virgen gloriosa y bendita.

Termino, parafraseando unas palabras de Santa Teresa de Jesús:

Tuyos somos pues nos creaste,
tuyos somos pues nos redimiste,
tuyos somos pues nos llamaste,
tuyos somos pues no nos perdimos.

Amén

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