Por la Pasión de Nuestro Señor, la Cruz no es un patíbulo de ignominia, sino un trono de gloria. Resplandece la Santa Cruz, por la que el mundo recobra la salvación. ¡Oh Cruz que vences! ¡Cruz que reinas! ¡Cruz que limpias de todo pecado! Aleluia (1).
La fiesta que hoy celebramos tiene su origen en Jerusalén en los primeros siglos del Cristianismo. Según un antiguo testimonio (2), se comenzó a festejar en el aniversario del día en el que se encontró la Cruz de Nuestro Señor. Su celebración se extendió con gran rapidez por Oriente y poco más tarde a la Cristiandad entera. En Roma tuvo gran solemnidad la procesión que, antes de la Misa, para venerar la Cruz (3), se dirigía desde Santa María la Mayor a San Juan de Letrán.
A principios del siglo VII los persas saquearon Jerusalén, destruyeron muchas basílicas y se apoderaron de las sagradas reliquias de la Santa Cruz, que serían recuperadas pocos años más tarde por el emperador Heraclio. Cuenta una piadosa tradición que cuando el emperador, vestido con las insignias de la realeza, quiso llevar personalmente el Santo Madero hasta su primitivo lugar en el Calvario, su peso se fue haciendo más y más insoportable. Zacarías, Obispo de Jerusalén, le hizo ver que para llevar a cuestas la Santa Cruz debería despojarse de las insignias imperiales e imitar la pobreza y la humildad de Cristo, que se había abrazado a ella desprendido de todo. Heraclio vistió entonces unas humildes ropas de peregrino y, descalzo, pudo llevar la Santa Cruz hasta la cima del Gólgota (4).
II. La Primera lectura de la Misa (7) nos narra cómo el Señor castigó al Pueblo elegido por murmurar contra Moisés y contra Yahvé, al experimentar las dificultades del desierto, enviándole serpientes que causaron estragos entre los israelitas. Cuando se arrepintieron, el Señor dijo a Moisés: Haz una serpiente de bronce y ponla por señal; el herido que la mirare, vivirá. Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce y la puso por señal, y los heridos que la miraban eran sanados. La serpiente de bronce era signo de Cristo en la Cruz, en quien obtienen la salvación los que lo miran. Así lo expresa Jesús en su conversación con Nicodemo, recogida en el Evangelio: Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él (8). Desde entonces, el camino de la santidad pasa por la Cruz, y cobra sentido algo tan falto de él como es la enfermedad, el dolor, la pobreza, el fracaso…, la mortificación voluntaria. Es más, Dios bendice con la Cruz cuando quiere otorgar grandes bienes a un hijo suyo, que trata entonces con particular predilección.
Muchas gentes huyen de la Cruz de Cristo como en desbandada, y se alejan de la alegría verdadera, de la eficacia sobrenatural que llena el corazón, de la misma santidad; huyen de Cristo. Llevémosla nosotros sin rebeldía, sin quejas, con amor. “¿Estás sufriendo una gran tribulación? ¿Tienes contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril:
“”Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén.”
“Yo te aseguro que alcanzarás la paz” (9).
III. Cruz fiel, tú eres el árbol más noble de todos; ningún otro se te puede comparar en hojas, en flor, en fruto (10).
El amor a la Cruz produce abundantes frutos en el alma. En primer lugar, nos lleva a descubrir enseguida a Jesús, que nos sale al encuentro y toma lo más pesado de la contradicción y lo carga sobre sus hombros. Nuestro dolor, asociado al del Maestro, deja de ser el mal que entristece y arruina, y se convierte en medio de unión con Dios. “Si sufres, sumerge tu dolor en el suyo: di tu Misa. Pero si el mundo no comprende estas cosas, no te turbes; basta con que te comprendan Jesús, María, los santos. Vive con ellos y deja que corra tu sangre en beneficio de la humanidad: ¡como Él!” (11).
La Cruz de cada día es una gran oportunidad de purificación, de desprendimiento y de aumento de gloria (12). San Pablo enseñaba con frecuencia a los cristianos que las tribulaciones son siempre breves y llevaderas, y el premio de esos sufrimientos llevados por Cristo es inmenso y eterno. Por eso el Apóstol se gozaba en sus tribulaciones, se gloriaba de ellas y se consideraba dichoso de poder unirlas a las de Cristo Jesús y completar así su Pasión para bien de la Iglesia y de las almas (13). El único dolor verdadero es alejarnos de Cristo. Los demás padecimientos son pasajeros y se tornan gozo y paz: “¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?
“Es verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse corredentores con Él” (14).
El trato y la amistad con el Maestro nos enseñan, por otra parte, a ver y a llevar las dificultades que se presentan con una disposición joven, decidida, alejada de la tristeza y de la queja. Si se lo pedimos, el Señor nos concederá una disposición alegre, llena de buen humor, muchas veces, ante lo que nos es contrario. La veremos, como han hecho los santos, como un estímulo, un obstáculo que es preciso saltar en esta carrera que es la vida. Este espíritu alegre y optimista, incluso en los momentos difíciles, no es fruto del temperamento ni de la edad: nace de una profunda vida interior, de la conciencia siempre presente de nuestra filiación divina. Esta disposición serena, optimista, en toda circunstancia creará un buen ambiente a nuestro alrededor en la familia, en el trabajo, con los amigos… y será un gran medio para acercar a otros al Señor.
Terminamos nuestra oración junto a Nuestra Señora. “”Cor Mariae perdolentis, miserere nobis!” invoca al Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos.
“Y pídele para cada alma que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada” (15).
(1) LITURGIA DE LAS HORAS, Antífona de Laudes.- (2) Cfr. EGERIA, Itinerario, ed. preparada por A. ARCE, BAC, Madrid 1980, pp. 318-319.- (3) Cfr. A. G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, Herder, 3ª ed., Barcelona 1987, pp. 989-990.- (4) Cfr. P. CROISSET, Año cristiano, Madrid 1846, vol. 7, pp. 120-121.- (5) SAN JUAN DAMASCENO, De fide ortodoxa, IV, 11.- (6) Prefacio de la Misa.- (7) Num 21, 4-9.- (8) Jn 3, 14-15.- (9) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino n. 691.- (10) Himno Cruz fidelis.- (11) CH. LUBICH, Meditaciones, Ciudad Nueva, Madrid 1989, p. 32.- (12) Cfr. A. TANQUEREY, La divinización del sufrimiento, Rialp, Madrid 1955, p. 18.- (13) Cfr. Rom 7, 18; Gal 2, 19-20; 6, 14; etc.- (14) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Vía Crucis, Rialp, 2ª ed., Madrid 1981, II.- (15) IDEM, Surco, n. 258.
* La devoción y el culto a la Santa Cruz, donde Cristo dio su vida por nosotros, se remonta a los mismos comienzos del Cristianismo. En la Liturgia se tiene constancia desde el siglo IV. La Iglesia conmemora hoy el rescate de la Cruz del Señor por obra del emperador Heraclio en su victoria sobre los persas. En los textos de la Misa y de la Liturgia de las Horas la Iglesia canta con entusiasmo a la Santa Cruz, pues fue el instrumento de nuestra salvación; si el árbol a cuya sombra pecaron de desobediencia nuestros primeros padres fue causa de perdición, el Árbol de la Cruz es el origen de nuestra salvación eterna.