Cuando Joseph Ratzinger fue designado obispo de Múnich en 1977, consultó a su confesor si tenía derecho a declinar el honor: él amaba su tarea de docente, investigador, teólogo universitario. Su confesor dijo: “Debes aceptar”[1]. Tras un cuarto de siglo como eminencia gris de Juan Pablo II, al morir éste en 2005, Ratzinger, ya de 78 años, creía por fin llegada la hora de un retiro de estudio y oración en alguna parroquia rural bávara. Entonces vio cernirse sobre él “la hoja de la guillotina”, la elección como Papa[2]. “Cuando seas viejo, extenderás las manos, y otro te ceñirá, y te llevará a donde no quieras” (Jn 21, 18). Durante ocho años exprimió sus últimas fuerzas al timón de la barca de Pedro.