Cuando se trata de hablar de la fe uno regularmente se adelanta a los juicios o a los prejuicios que hay en la sociedad, para declarar con cierta urgencia: “yo estoy consciente de lo que hago, sigo a Dios y voy a la Iglesia libremente”.
Se pone el acento en el criterio, en la inteligencia, en el buen juicio, porque nos interesa que los demás confíen en la elección consciente que hemos hecho, para que no digan que venimos obligados, que somos unos fanáticos o que no tenemos criterio.
Así como están las cosas en la sociedad se siente el impulso y se toma la iniciativa para explicar que, en nuestro sano juicio, y de acuerdo a nuestro criterio, hemos escogido a Dios y a la Iglesia y, por lo tanto, somos conscientes de pertenecer a ella.
En el mejor de los casos ahí quedan las cosas y uno siente que por nuestro buen criterio e inteligencia hemos escogido a Dios y podemos justificar racionalmente esta elección. Pero miren cómo son las cosas del otro lado, porque no obstante de que somos débiles, pecadores e indiferentes y a pesar de todos nuestros altibajos, Dios nos ha escogido y ha salido a nuestro encuentro. ¡Qué diferencia!
Uno quiere echar por delante el buen gusto y el criterio que tenemos para decir: “yo he elegido a Dios porque sé que aquí no me engañan, porque tengo el criterio suficiente para decir que esta es la religión verdadera”. Uno echa por delante el criterio para decir que mi sano juicio y mi inteligencia me permiten estar aquí.
En la Biblia se presentan las cosas de manera diferente. No importa que hayamos ofendido a Dios, que tengamos un pasado oscuro y pecaminoso; no importa que seamos infieles y que a veces estemos y a veces no estemos con Dios, porque a pesar de eso así fuimos elegidos. Dios, sabiendo que no siempre le íbamos a corresponder y que no siempre íbamos a estar del lado del bien, se la ha jugado con nosotros y nos ha escogido, teniendo presente que también nosotros -como los apóstoles- podemos fallar.
No se trató del criterio de Jesucristo y del buen gusto para elegir a los apóstoles y a cada uno de nosotros, sino del amor de Jesucristo. En el momento de la elección de los doce apóstoles, dice el evangelio, se pasó toda la noche haciendo oración para dar este paso sumamente importante para nuestra salvación.
Bastaría que nos detuviéramos en los datos que nos ofrecen los evangelios sobre la elección de los doce. En este caso nos podemos fijar en la elección de Mateo. Cuando llega el día señalado por Dios desde la eternidad, Jesús pasa y le ve. No es un pasar ni un ver cualquiera. La elección de Mateo es desde la eternidad y en la mirada de Jesús tiene lugar la llamada.
Con nosotros pasa lo mismo: Dios nos elige desde la eternidad para ser santos en un camino concreto, y, en un momento de nuestra historia, tiene lugar la llamada. Jesús elige y llama de una manera gratuita. Nos llama, siendo pecadores, a ser sus amigos.
La respuesta que san Mateo dio a Jesús no se centra en sí mismo. No se pone a pensar si está preparado o no, o si más adelante estará en mejores condiciones para tomar una decisión. Quizás estaba, de una manera misteriosa, esperando una llamada como la que le dirige el Maestro. Y para descubrirla en todo su brillo tuvo que mirarle y escucharle atentamente a él, más que a sí mismo.
Este es el caso concreto de Mateo, pero en nuestro caso quisiéramos explicar que por nuestro buen criterio hemos escogido a Dios y resulta que a pesar de que somos pecadores, Dios, desde la eternidad, nos ha escogido por amor y no se retracta, aunque le lleguemos a dar la espalda. Esa elección que hizo de nosotros la conserva hasta el momento de nuestra muerte y jamás se retracta de ella.
Los apóstoles no eran los mejores ni los más santos, pero ellos como nosotros fueron los más amados. Aún con todos los pecados Dios nos ha elegido, nos ha escogido por amor. Cuando llegamos a descubrir esta realidad del amor de Dios no salimos de nuestro asombro y sorpresa, pues mientras nosotros aceptamos a Dios con ciertas reservas, de acuerdo a los criterios que pesan en nuestros ambientes, Él no ha dejado de creer en nosotros y de llamarnos de manera incondicional.
Creer en Dios no es únicamente tener motivos y razones para decir que existe, sino sobre todo saberse amado, redimido, perdonado y llamado a colaborar con Él en la tarea de instaurar el reino.
Lo explica de manera muy hermosa la teóloga alemana Jutta Burggraf:
“Somos fruto de una llamada inédita de parte de Dios. Ser hombre, ser este hombre, es la vocación que hemos recibido, y a la que hemos de dar una respuesta igualmente inédita y original. El arte de vivir consiste en descubrir nuestro auténtico rostro, aquel que Dios ha visto antes de crearnos. Tenemos un Padre que nos ama con locura. Nuestra identidad más profunda consiste en ser hijo suyo… Según una tradición judía preguntaron al rabí Shlomo: -¿Qué es lo peor que puede hacer el hombre?, a lo que él respondió con cierta tristeza: -“Lo peor es que el hombre olvide que es hijo de un Rey”. Si no nos sabemos como recibidos de Dios y orientados hacia él, vivimos desorientados en este mundo, y nuestra libertad se desvanece”.
Cuánto se necesita tener presente este amor de predilección de parte de Dios, en estos tiempos tan difíciles. Nunca hay que olvidarlo. Dios nos ha escogido aun sabiendo que le vamos a fallar, pero no se retracta ni cambia de parecer. Frente a las situaciones complejas y ante las dificultades que tenemos para cambiar, no dejemos de reconocer y valorar que hemos sido escogidos por Dios. Y si Él nos ha escogido, nunca nos va abandonar y seguirá intentando nuevos caminos para que lleguemos a corresponder a su infinito amor.
Cuando llegue la tentación y nos cuestione para qué sirven nuestros esfuerzos y nuestras oraciones si nada cambia a nuestro alrededor; cuando uno se cansa o ya no quiere seguir adelante, porque llegamos a pensar de qué sirve nuestro esfuerzo, para qué mantenernos en el bien delante de tanta maldad. Cuando llegue la tentación en estos términos recordemos que hemos sido elegidos por Dios y sostendrá ese llamado hasta el último día de nuestra vida.
Porque hemos sido elegidos, nos toca perseverar sabiendo que más allá de la maldad de este mundo debemos esperar la salvación de parte de Dios, como lo sostiene el Cardenal Newman:
“El cristianismo ha estado demasiadas veces en lo que parecía un fatal peligro, como para que ahora nos vaya a atemorizar una nueva prueba (…). Son imprevisibles las vías por las que la Providencia rescata y salva a sus elegidos. A veces, nuestro enemigo se convierte en amigo; a veces se ve despojado de la capacidad de mal que le hacía temible; a veces se destruye a sí mismo; o, sin desearlo, produce efectos beneficiosos, para desaparecer a continuación sin dejar rastro. Generalmente la Iglesia no hace otra cosa que perseverar, con paz y confianza, en el cumplimiento de sus tareas, permanecer serena, y esperar de Dios la salvación”.