Cuando no sabemos distinguir los diferentes ámbitos de la vida puede ser que vengamos al encuentro con Dios con una disposición y expectativa pragmática: con la actitud de encontrar inmediatamente una respuesta; con la actitud de exigir a Dios una manifestación clara; con la actitud de obtener resultados inmediatos, como sucede en otros ámbitos de la vida, cuando las cosas dependen de nuestras técnicas y de los propios esfuerzos.
En cambio, el ámbito de la fe nos sumerge en una dinámica diferente que requiere de todo un proceso y acompañamiento para que poco a poco se vaya mostrando, a lo largo de nuestra vida, la gloria de Dios. Requiere de todo un aprendizaje donde es muy importante la humildad que nos lleva a ser fieles y perseverantes. El creyente va entendiendo que Dios se da a conocer por pura misericordia y no como resultado de nuestros esfuerzos.
Dentro de este proceso de conocimiento y encuentro con Dios hay muchas dificultades que tenemos que enfrentar para mantenernos en esta búsqueda de Dios. Quisiera, en esta ocasión, considerar las objeciones que regularmente se ponen a la palabra de Dios y que es necesario enfrentar para no atorarnos o retroceder en este camino.
Estas objeciones podemos catalogarlas de dos maneras: objeciones más sofisticadas, de tipo intelectual, y objeciones existenciales. Ambas pueden afectar y condicionar la confianza en la palabra de Dios a través de la cual nos vamos afianzando en este camino espiritual.
Tengo presente las objeciones más sofisticadas que ponen aquellos escritores e intelectuales que se ofenden con algunos pasajes de las Sagradas Escrituras: “¿Cómo podemos considerar palabra de Dios algunos textos -espetan- donde hay mucha sangre, venganza, muerte, asesinatos y donde se presentan casos de extrema maldad? ¿Cómo considerar fuentes de moralidad algunos textos de suyo violentos donde aflora la condición humana?”
Prácticamente con esta objeción los círculos intelectuales se cierran porque se escandalizan y se ofenden de que la palabra de Dios presente este tipo de situaciones. Al más puro estilo científico, esperarían que la palabra de Dios discurriera de manera metódica y sistemática.
Otras objeciones, en cambio, son de tipo existencial. Tienen que ver más con el sufrimiento, la enfermedad, la soledad, la incertidumbre y la tristeza que muchas personas experimentan. Son objeciones que surgen, más que de razonamientos, de padecimientos que quitan la paz.
Llegamos a la Iglesia con una necesidad apremiante de Dios, con hambre de Dios, quisiéramos sentir su presencia. Y de acuerdo a esta necesidad concreta que experimentamos, se puede uno inconformar diciendo: “¿En qué me ayuda escuchar historias añejas o temas que se refieren a otras cosas, si estoy pasando por una situación de sufrimiento, de enfermedad y desesperanza? ¿Qué me aporta esto que estoy escuchando si no se refiere a mis sufrimientos?”
En casos apremiantes como éstos sentimos la necesidad de una respuesta directa e inmediata. Aunque de matriz diferente, los dos tipos de objeciones confluyen en lo mismo: poner resistencias a la acción del Espíritu de Dios por medio de su palabra.
En el fondo seguimos juzgando y calculando las cosas a partir de nuestras categorías temporales, sin dar el paso de la fe que consiste en confiar y abandonarnos a Dios, aun cuando no veamos ni entendamos nada. Acostumbrados a vivir de otra manera, donde las cosas dependen directamente de nosotros, no entendemos o nos cuesta trabajo aceptar la dinámica y los tiempos de la fe.
Si nos inconformamos por el contenido de la palabra, si nos desesperamos porque en algún momento la palabra no ilumina de manera directa la problemática que estamos enfrentando, tenemos que considerar que esta palabra viene de Dios y nos conviene a todos, independientemente del momento anímico que estemos viviendo. Se trata de una palabra que hay que acoger para no interrumpir el proceso que Dios lleva con nosotros.
Esta palabra puede provocar resistencias cuando esperamos otra cosa, pero es una palabra que viene a confirmarnos que, aun en las situaciones más penosas y trágicas de la vida, Dios sigue actuando.
Es palabra divina porque Dios nunca abandona a la humanidad y porque en medio de esas situaciones trágicas Dios está tocando los corazones para que veamos en el desenlace de las mismas, que estas historias de perdición se convierten en historias de salvación.
También en nuestros tiempos puede haber historias de crueldad, como las que nos encontramos en la Biblia, pero la palabra nos recuerda que la gracia de Dios no descansa, sigue trabajando, y necesita de corazones que la acojan para que siempre tratemos de cambiar, en el nombre de Dios, esas historias que en este momento nos llenan de desesperanza.
Puedo venir a la Iglesia con otra necesidad, con otra expectativa, con una súplica concreta, pero esta palabra llama la atención para reconocer que, en mi entorno, en mi realidad familiar y personal no hay situaciones que impidan que la gracia de Dios llegue a manifestarse. Nadie va a parar la acción de Dios en la historia, ni la maldad de los hombres, ni la corrupción de los gobernantes, ni el poder de los tiranos.
A pesar de lo trágico y peligroso del momento presente, Dios nunca dará la espalda a su creación, ya que es creador y redentor. Dios no abandona a su suerte su obra prodigiosa, sino que la sigue acompañando para que llegue a su plenitud.
Fiarnos de la palabra, acogerla, darle espacio y dejar que penetre en nosotros hará que nos revele, más allá de nuestras resistencias, el poder que tiene para transformar y concedernos la paz.
A veces será necesario aceptar lo que Jesús mismo experimentó: hambre, sufrimiento, debilidad, tentación. Pero como el Señor, debemos tener la capacidad para habitar esa debilidad, estar dispuestos a escuchar el hambre en vez de satisfacerla, para llegar a descubrir que no solo de pan vive el hambre. Hay que escuchar esa debilidad para descubrir todo lo que se nos revela.
De esta forma, en las adversidades, no dejemos de reconocer que Dios guía la barca de nuestra vida, aunque nos parezca que se queda dormido. Como decía Santa Maravillas de Jesús: “Viva siempre llena de fe y confianza, dejando que el Señor guíe su barquilla e incluso duerma en ella si Él quiere”.
Cuando experimentamos pruebas, en seguida nos ponemos nerviosos, nos lanzamos a multiplicar los análisis, repartimos responsabilidades y, lo que es peor, comenzamos a desconfiar: “Esto no tiene futuro”. Jesús duerme porque se fía de nosotros. Pero si nosotros no nos fiamos de él no tendremos más remedio que despertarlo y decirle con claridad: “Señor, sálvanos, que perecemos”. Es probable que de vez en cuando necesitemos comprobar que el mismo que duerme plácidamente tiene poder para levantarse, increpar a los vientos y al lago y producir una gran calma.
Cuando hemos sucumbido ante las dificultades o no nos hemos fiado por completo del Señor llegamos a descubrir que Jesús en la barca duerme como hombre, pero cuando despierta da órdenes como Dios.
En definitiva, confiemos incondicionalmente en el Señor que nunca abandona a su pueblo. Tengamos en cuenta la recomendación de Santa Teresita del Niño Jesús: “Vivir de amor es, mientras Jesús duerme, permanecer en calma en medio de la mar aborrascada”.