A medida que la supuesta nueva normalidad avanza, no son pocos los que piensan sobre esta crisis como un tiempo de oportunidades para la Iglesia y donde lo viejo ya nunca regresará para dar paso al nacimiento de algo nuevo, como una evolución de la Iglesia… o generando un aborto. Muchos se entusiasman por la idea de la Iglesia de la virtualidad al preferir la distancia sin más compromiso que abrir las pantallas, teclear y, ¿por qué no? colocar el banner de la cuenta bancaria para que, libres de polvo y paja, caigan los ansiados recursos ante la maltrecha economía de cientos de parroquias. Para el arzobispo Aguiar, la pandemia ha descubierto el verdadero camino a tomar sin importar las formas, pero afianzando su ambición. Las palabras dicen mucho y más cuando el cura habla desde el púlpito. Palabra que dejó entrever una embestida arzobispal a costa de la crisis cuando el domingo 23 de agosto, la confesión de Pedro a Cristo como el Mesías fue pretexto para la hábil manipulación del lejano, lejanísimo e invisible pastor de la sinodalidad de marca y no de convicción: “Es igualmente importante la respuesta de los subordinados para que la acción de la Dios se manifieste en la Iglesia…” dice el arzobispo quien remata con flamígera sentencia: “Debemos reconocer con dolor y arrepentimiento el deterioro de la obediencia a Dios que, a través de la obediencia a la respectiva autoridad eclesial, impide la intervención y conducción del Espíritu”. Aguiar Retes sabe que su particular deseo de Iglesia para soñar está en franco deterioro, la prueba está en la manifestación de los tres canónigos -los padres José de Jesús Aguilar, Hugo Valdemar Romero y Juan de Dios Olvera- quienes ya han hecho públicas sus opiniones acerca de la lejanía y desastre de esta pretendida pastoral de la ocurrencia imposible en el tiempo que le resta a este fallido arzobispado. La opinión de los canónigos es, en importante proporción, el sentimiento de un presbiterio que prefiere trabajar lejos del arzobispo como solución salomónica porque en la nueva normalidad, el recurso del autoritarismo eclesial es la mejor arma para suponer que el Espíritu habla… ¿O será el susurro de Satanás?
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Como se sabe, la suspensión de las actividades de Semana Santa obligó a mover una de las principales celebraciones, la misa crismal, de la renovación de las promesas sacerdotales y santificación de los óleos, signos esenciales de la mayor parte de los sacramentos de la Iglesia: Bautismo, confirmación, unción de los enfermos y orden sacerdotal. Para una comunidad parroquial no son simples aceites y fragancias, son los elementos de manifiestan además la comunión con el obispo, padre y pastor, cuyo sacerdocio se prolonga hasta sus colaboradores, los presbíteros. La nueva normalidad ha hecho que algunas diócesis mexicanas hayan tenido majestuosas celebraciones crismales en donde, con las debidas medidas sanitarias, los pastores han hablado, confirmando y consolado, a sus sacerdotes. Pues bien, casi desapercibida, bajo la excusa de que una publicidad mayor hubiera suscitado una desbandada de fieles a catedral, el arzobispo Aguiar concedió el honor a la catedral metropolitana esta 27 de agosto. Parece que don Carlos, obligado por la presión mediática, recordó el uso obligatorio del cubrebocas al cual se venía resistiendo, sin embargo, los pocos privilegiados a esa celebración no pudieron esconder su decepción al calificar la misa crismal como la perfecta celebración de la desolación. No sólo la homilía de Aguiar fue ofensiva al decir que “está de moda” la depresión social, como si fuera algo querido por la ciudadanía -ojalá se lo diga de cara a las miles de familias que no tienen empleo, a quienes han perdido a un familiar, viven las secuelas del virus o no tienen ya posibilidad alguna de salir adelante- Sólo un puñado de sacerdotes y de notables ausencias, casi la mitad de los decanos, lel desdén del cabildo de Guadalupe, pero bien acompañado de los aguiaristas que todavía creen que don Carlos es el arzobispo más sinodal que ha dado el episcopado de México, otros más se unieron para hacer una virtual declaración de sus promesas sacerdotales, era el bucólico escenario ocultando tras bambalinas otra penosa realidad.
Debe recordarse que todo cuesta, nada es gratis y menos en este gobierno arzobispal. Previo a la celebración, circuló un oficio suscrito por el auxiliar de México, Salvador González Morales. Bajo el asunto: “Coordinación entrega S. Óleos (se ignora por qué evitar el sustantivo “santos”), el buen obispo auxiliar desgrana sus instrucciones para que los sacerdotes tengan “los estuches correspondientes a las zonas pastorales”, para que los vicarios territoriales sirvan de repartidores, pero en lo que se ha visto como discriminación, para los “sacerdotes incardinados en esta Iglesia particular, no deberán erogar cantidad alguna por este concepto”… cosa por demás falsa puesto que las cuotas obligatorias, aún en tiempos de pandemia, han sangrado igualmente a los curas para el pago de los “estuches”; pero en este arzobispado, donde las monedas deben sonar al caer en la alcancía para ver hasta dónde suena la salvación de las almas, nada debe tener pérdidas, gracias a la mentalidad empresarial que tiene detrás al hábil negociante, Eduardo Pisa Sámano. ¿Discriminatorio? Sí. Un examen de las cifras debería devolver la razón y mesura a ese grupo que ha hecho de esto un negocio. El trabajo de los religiosos en lo que queda de la arquidiócesis de México es vital: el 50 por ciento del clero sirviendo es religioso (458 diocesanos y 442 religiosos). Todos en el presbiterio son iguales, pero parece que hay unos mas iguales que otros. Es así que a las “parroquias y rectorías encomendadas a institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica, el costo por cada paquete será de 500 pesos…” y claro, ahí no puede faltar la consabida cuenta bancaria que parece ya de los más normal en todo lo que hace Carlos Aguiar.
Y esto se extiende hasta los agentes de pastoral y de las diversas actividades de evangelización. Ya se sabe que el negocio ahora va por la expedición de certificaciones con un costo de 1500 pesos por persona para cursar un diplomado obligatorio. Así, los tentáculos de la oficina de asuntos económicos de Carlos Aguiar y Eduardo Pisa llegan ahora hasta los bolsillos de los laicos, de la gente ahora en una situación tan maltrecha y desesperada, que les condiciona su pertenencia al servicio de la Iglesia. Esa es la nueva normalidad en los métodos de recaudación de la arquidiócesis de México y del arzobispo vicario del Mammón. Y la fecha de ayer, 27 de agosto, fue significativa. En la festividad de santa Mónica, la madre que derramó lágrimas por su hijo. Nada es casualidad… Llora por la ¿Simonía consentida?
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México ha perdido en estos meses a muchos sacerdotes ejemplares, celosos y convencidos de que el Evangelio es vivo, actual y esperanzador. La arquidiócesis de México no es la excepción. En la festividad del mártir de la caridad, 14 de agosto, la Universidad La Salle (ULSA) anunció la partida del padre Manuel Alarcón Vázquez (1933-2020). Nacido en México, D.F, fue ordenado en 1957 en Roma. El padre Alarcón fue de esas perlas preciosas y difíciles de hallar en el vasto océano de la Iglesia. Del clero de la arquidiócesis de México, nunca dejó el sentido de pertenencia y tuvo estrechísima colaboración con sus arzobispos viviendo completamente su ministerio volcado a la vida académica en la Universidad La Salle por más de 46 años. Secretario particular del cardenal Miguel Darío Miranda, impulsó la Academia de Bioética ULSA. Cercano al cardenal Norberto Rivera Carrera, el hoy arzobispo emérito de México le encomendó ser el promotor de la sana doctrina en la Universidad. Eran frecuentes las reuniones organizadas por el padre Alarcón en la Universidad para recibir a los obispos auxiliares y al cardenal Norberto Rivera. Su talento se extendió hasta la Conferencia del Episcopado Mexicano como colaborador de la Comisión Episcopal de la Familia y ejercía su ministerio sacerdotal como vicario adscrito en la parroquia de San Miguel Chapultepec. Se sabe que el padre Alarcón y el arzobispo Carlos Aguiar se encontraron en ocasión de la reunión con sacerdotes ancianos y pensionados, en julio de 2019, sin mayor relevancia que la de un saludo de protocolo y nada más. No obstante, don Manuel seguía activísimo como jefe de la carrera de licenciatura en pastoral catequética, de Ciencias Religiosas en su plan no escolarizado y a la Junta de Gobierno de LaSalle, Cuernavaca. Además, era capellán de la comunidad universitaria y, como bien reza el adagio bíblico, “nadie es profeta en su tierra”, Manuel Alarcón recibió la Medalla “Juan Bautista de La Salle” por su servicio al instituto al que fue reconocido como afiliado en 2014. Su partida dejó un sensible vacío e incluso llegó a altas esferas de la comunidad científica y bioética de México lamentando su desaparición de esta tierra. Y justo es el epítome dedicado por la comunidad lasallista cuando, por su muerte, celebró “su vida y eleva a Dios, Nuestro Señor, sus oraciones sabiendo que ya goza de la plenitud de la vida eterna”. Lamentable, el hecho pasó por alto la arquidiócesis de Carlos Aguiar cuando ni siquiera le fue dedicada una esquela de condolencias en los erráticos medios de comunicación -ese conocido como Desde la fe- cosa que debería llamar la atención del padre Jesús Hurtado Hernández y el invisible auxiliar, Daniel Rivera Sánchez. Y no es la primera vez que sucede monseñores.
Con información de Religión Digital/Guillermo Gazanini Espinoza