Vuelven a aburrirnos las monsergas de una izquierda elemental. Reaparecen las propuestas ideológicas, más o menos disimuladas, que llevaron a una guerra interna muy dolorosa… La Iglesia está muda. Ya desde hace tiempo ha perdido toda presencia en los sitios en que se gestan las vigencias culturales.
El general Charles De Gaulle fue uno de los principales protagonistas de la Segunda Guerra Mundial. «Protagonista» no de una obra de ficción, sino de una tragedia efectiva, de sangre y de muerte. Luego se distinguió en la política francesa: fue presidente de la República en el gobierno provisional, cuando Francia pudo salir de la contienda, entre 1944 y 1946. Más tarde, en condiciones más normales, ejerció un mandato presidencial entre 1959 y 1969. Su obra principal en este período fue la sanción de una nueva Constitución, fundamento de la Quinta República. A él se debe una concisa descripción de lo que necesita un país para ser considerado tal: moneda, un ejército y un idioma, elementos constitutivos, estructuras esenciales.
Adoptemos ese enunciado. ¿Es un país la República Argentina? Digamos mejor, la Ex República Argentina; porque ahora le han cambiado el nombre. Oficialmente, como reza el membrete utilizado en los avisos, se llama Argentina – Presidencia. Con razón, ya que el gobierno se ejerce no a través de la dinámica institucional que corresponde a una república, sino mediante «decretos de necesidad y urgencia» (DNU) del Poder Ejecutivo bipersonal: la Vice que decide y el Presidente, que pone la firma. Busquemos, en esta nueva realidad, los tres elementos constitutivos, según De Gaulle.
Moneda, que es el signo representativo del precio de las cosas, entendido como un sistema estable, lo que permite realizar normalmente operaciones necesarias para la vida de todos los días. La Argentina tuvo 5 monedas en los últimos 139 años, con una aceleración del cambio hacia el final. El real circuló hasta que pudo crearse un signo monetario propio. Ello ocurrió durante el primer gobierno del General Julio Argentino Roca. En 1883 se creó el peso moneda nacional, que permitió una unificación después del uso de cuasi-monedas provinciales. Pero posteriormente apareció la inflación, que fue creciendo hasta tornarse un fenómeno crónico; eso hizo que al peso se le fueran quitando ceros, mientras se cambiaba el nombre del signo monetario. Se sucedieron el peso ley (por referencia a la ley 18.188 que lo creó), el peso argentino, el austral, y la moneda actualmente en curso, que se siguió llamando con el nombre prestigioso de peso, pero que es una sombra de lo que fue. La inexorable devaluación hizo que la población le perdiera toda confianza; suele refugiarse en el riesgoso uso de criptomonedas (del griego kryptós, que significa oculto, escondido) o mejor aún en el dólar. La moneda norteamericana se ha convertido en una obsesión argentina. Imaginemos al más cerril nacionalista: no tiene otro remedio para vivir que servirse del dólar.
Desde 1983, la «democracia recuperada» ha agravado indeciblemente la situación económica, con las terribles secuelas del incremento de la pobreza (la cifra se discute, pero ronda el 50% de la población) más el desempleo, el cierre de empresas, y bolsones de indigencia, de miseria. El programa del gobierno actual consiste principalmente en criticar al anterior,que fue malo, y en procurar mantenerse aferrado a la gestión del Estado. La pésima política sanitaria ante la pandemia debe cargar con más de 100.000 muertos, número que crece día a día, y del desastre económico, que ya ha eliminado unos 100.000 puestos de trabajo. ¿Culpa del Covid? Sí, pero sobre todo de la ignorancia, torpeza y negociados de los gobernantes. Cuando se desencadenó la pandemia, el Ministro de Salud de la Nación nos aseguraba que «el virus no llegará aquí». La ideologización, los trámites ilusorios y los negocios de la casta política no han permitido todavía que una vacuna sea inoculada a la mayoría de la población.
Queda poco de la Argentina en la que el mérito era valorado y el Estado no había adquirido las dimensiones elefantiásicas que abrigan el clientelismo y la corrupción de sus agentes. Debo decir aquí que no faltan los hombres y mujeres políticos capaces y honrados, pero ¿cómo pueden prosperar en un sistema viciado que, cada dos años, se entrega al festival de las elecciones y que intenta incorporar a chicos de 16 años a esa danza mentirosa?
Esta primera carencia, la de la moneda, califica, según la sintética fórmula gaullista, a la Argentina – Presidencia de NO-país.
Un país necesita un ejército, es decir, Fuerzas Armadas que sean tales y cuenten con todos los medios necesarios para cumplir su misión. En los años de mi ejercicio pastoral como arzobispo de La Plata (2000-2018) solía visitar las unidades militares instaladas en el territorio de la arquidiócesis. Era simplemente una expresión de aprecio y cercanía, ya que todas ellas dependen pastoralmente del Obispado Castrense.
En la conversación con los jefes recibía noticia de las carencias, deterioro u obsolescencia del material de las instalaciones, y de los sueldos miserables que percibían los militares. Era notoria -a pesar de la prudencia con que los jefes se expresaban- la tirria vengativa de la casta política, orgullosa de haber recuperado la democracia para servirse de ella. Como si dijeran: «¡ahora nos toca a nosotros!» En los últimos días he leído que se ha preparado un proyecto de reequipamiento; esperemos que se cumpla.
La ex – República Argentina tiene Fuerzas Desarmadas, empeñadas en tareas sociales, que por cierto tendrían que acometer en casos extremos, necesarios, pero no habitualmente, descuidando su misión esencial. Este es el momento de decir que nuestro país carece de una política consistente de defensa nacional. La población aprecia el papel social de las Fuerzas Armadas, pero es mi impresión que no comprende cuál es el lugar de la milicia en relación con la seguridad del país y la tutela de su soberanía. Un episodio desafortunado llevó a la eliminación del servicio militar obligatorio que, por otra parte, ya no cumplía bien con su objetivo fundamental. Un cierto pacifismo eclesiástico no permite apreciar el principio romano si vis pacem, para bellum y su valor natural, que puede ser integrado en la concepción cristiana del mundo.
Lo tercero es el idioma, que en mi infancia y adolescencia nos era enseñado cuidadosamente; guardo numerosos recuerdos al respecto. Ahora, los niños concluyen el ciclo primario, en su mayoría, sin saber leer y escribir correctamente. La educación es deficiente en todos los niveles y ámbitos del saber, y el lenguaje se ha deteriorado en la sociedad argentina. Yo extraño el lunfardo, que se hablaba popularmente y que tan bien recopiló el académico José Gobello. Para colmo, el Presidente de la Nación promueve el mal llamado «lenguaje inclusivo»; así se le oye decir «argentinos y argentinas», «todos y todas» y aún «todes», «chicos, chicas y chiques». No se avergüenza de exhibir ideológicamente semejante ignorancia. Se supone que en la Argentina se habla -debe hablarse- el castellano; en la gramática castellana el masculino es un género no marcado, que en su uso designa tanto sujetos masculinos como femeninos. En relación con este punto podemos considerar los avances de la ideología de género, impulsada por el gobierno actual. Una medida reciente ha modificado el documento nacional de identidad (DNI), que en adelante ya no registrará el sexo de una persona, con el ridículo argumento de que ese dato no debe interesarle al Estado. Este arbitrio es un atentado contra la realidad de la naturaleza: el ser humano ya no sería varón o mujer, sino que podría identificarse con un género elegido a voluntad según la autopercepción subjetiva, el cual debe ser reconocido por todos. Para registrar a las presuntas identidades no binarias, en el DNI aparecerá un signo convencional. Se ha presentado esta solución como una innovación pionera en América Latina que viene a completar la sanción de la ley de «matrimonio igualitario», debida a la actual Vicepresidenta durante su mandato presidencial. Me divierte imaginar qué pensarían Perón y Evita de semejantes disparates. El gobierno incluye un Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad que alienta los proyectos del feminismo militante y de la alteración del orden familiar y social.
Otra imposición insensata es la fijación de un cupo femenino obligatorio para ocupar cargos públicos; medida discriminatoria y anticonstitucional, pues nuestra Carta Magna sólo impone el requisito de la idoneidad. En realidad podría haber más mujeres idóneas que hombres. Se añade a esta medida la exigencia de recibir en los organismos de dirección de las empresas un porcentaje de personas que no se identifican con ninguno de los dos sexos ordenados por la naturaleza. Se ha comentado que el Presidente Fernández no sólo profesa esta ideología, sino que también resuelve el caso de un hijo suyo, que no se considera ni varón ni mujer.
La cuestión del idioma me ha llevado a descubrir una cuestión más amplia que merece un tratamiento específico; en ella se manifiesta lo que no vacilo en llamar perversa orientación educativa en las escuelas estatales y la presión sobre el sistema de gestión privada para que adopte esos mismos criterios. La manera de hablar es el medio de expresión de las ideas. El uso del «lenguaje inclusivo», impuesto por decisión oficial, lleva a la difusión de la ideología de género, con el propósito de cambiar el modo de pensar de la población, arbitrio gramsciano de transformación cultural que comienza a ejercerse sobre niños y adolescentes, como ya lo he sugerido. En varias asignaturas del currículo escolar se ejerce el intento de erosión de la verdad: Historia, Construcción de ciudadanías -que puede recibir otros nombres- y sobre todo Educación Sexual Integral, que yo llamo Perversión Sexual Integral, gravísimo atentado contra la integridad personal de los alumnos. En este campo, el actual gobierno de ateos e inmorales -muchos de ellos bautizados- ha llegado al límite. Sería algo irrisorio, sino fuera trágico: acaba de comprar penes de madera a fin de distribuirlos entre los educadores para que ellos enseñen gráficamente a los chicos a usar el preservativo. Los padres de familia, teniendo en cuenta lo que se enseña en la escuela a sus hijos, deberían rebelarse ante semejante iniquidad. Se promueve la prematura iniciación sexual de los adolescentes, lo cual está en consonancia con las leyes inicuas ya promulgadas y en las que desaparece el concepto natural de matrimonio y familia. Son todas estas iniciativas de inspiración diabólica, ya que el diablo es el principal enemigo de la naturaleza humana tal como ha sido concebida por la sabiduría de Dios.
La escuela católica debería asumir el desafío, e instrumentar, donde todavía no lo está, una educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia, en conexión con los padres de los alumnos, quienes podrían recibir también una instrucción semejante. Sería importante que cursos sobre este tema puedan difundirse por los medios de comunicación. Con serenidad y sin vergüenza alguna.
Como se puede apreciar, la cuestión del «lenguaje inclusivo» no tiene nada de inocente. Argentina – Presidencia ha renegado oficialmente del idioma, que junto con los otros elementos de la definición del General De Gaulle son la garantía de que ese conglomerado de población constituya un país.
La concisión del esquema gaullista no permite expresar la tragedia de un país que a comienzos del siglo XX se contaba entre los primeros quince del todo el mundo; y al concluir esa centuria, y en la actualidad ocupa un lugar entre los quince más rezagados. La decadencia argentina es para asombrarse, pero no oculta misterio alguno; han sido los políticos adaptados en los últimos 70 años, y la categoría de la clase política los elementos responsables. La Argentina moderna fue tradicionalmente tierra de inmigrantes, como mis abuelos, que huían de la pobreza de su país de origen. El empuje de las primeras décadas del siglo XX parecía encaminarnos a un destino similar al de Canadá, por ejemplo. En la actualidad no nos sorprende, nos parece obvio, el fenómeno inverso. La Argentina de hoy es tierra de emigrantes; ya un millón de hijos de esta tierra ha encontrado mejor ubicación en otras regiones del globo; es el 2,2% de nuestra población actual, según estimaciones de las Naciones Unidas. La economía no crece desde hace más de una década, la tasa de desempleo se mide en dos dígitos, la mitad de los estudiantes no concluye el ciclo secundario, y es perceptible el peligro que corren las instituciones republicanas. Numerosas empresas ya han buscado mejores horizontes, y muchas otras están en estos días meditando su futuro. Se afirma que se torna imposible obtener aquí una rentabilidad razonable, bajo el agobio de una fuerte presión impositiva para sostener a un Estado ineficiente y clientelista en el que medra la casta política, con pocas honradas excepciones. Las familias que pueden hacerlo sacan de aquí a sus hijos con la esperanza de asegurarles un futuro. La historia argentina ha conocido numerosas peripecias, pero esta sostenida decadencia hace pensar a muchos que no hay remedio: «el último que salga, que apague la luz».
El Presidente de la Nación elogia y defiende en los ámbitos internacionales a los regímenes de Cuba y Venezuela, y se suma en su ignorancia a quienes confunden embargo -que es lo que se ha impuesto a esas naciones- con bloqueo. Vuelven a aburrirnos las monsergas de una izquierda elemental. Reaparecen las propuestas ideológicas, más o menos disimuladas, que llevaron a una guerra interna muy dolorosa; los miembros de aquella «juventud maravillosa» o sus parientes son elogiados como próceres.
La Iglesia está muda. Ya desde hace tiempo ha perdido toda presencia en los sitios en que se gestan las vigencias culturales. Cuando digo «la Iglesia» me refiero especialmente al Episcopado. Pero podemos estar orgullosos porque hemos dado al mundo el Papa.
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, martes 10 de agosto de 2021.
Fiesta de San Lorenzo, diácono y mártir.