* Ha llegado para nosotros un día de salvación, de eternidad. Una vez más se oyen esos silbidos del Pastor Divino, esas palabras cariñosas, “vocavi te nomine tuo” –te he llamado por tu nombre. Como nuestra madre, Él nos invita por el nombre.
Más: por el apelativo cariñoso, familiar.
–Allá, en la intimidad del alma, llama, y hay que contestar: “ecce ego, quia vocasti me”
–Aquí estoy, porque me has llamado, decidido a que esta vez no pase el tiempo como el agua sobre los cantos rodados, sin dejar rastro. (Forja, 7)
Un día –no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia–, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana –que es la razón más sobrenatural–, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de Él.
No me gusta hablar de elegidos ni de privilegiados.
Pero es Cristo quien habla, quien elige.
Es el lenguaje de la Escritura: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem –dice San Pablo– ut essemus sancti (Eph I, 4). Nos ha escogido, desde antes de la constitución del mundo, para que seamos santos.
Yo sé que esto no te llena de orgullo, ni contribuye a que te consideres superior a los demás hombres. Esa elección, raíz de la llamada, debe ser la base de tu humildad. ¿Se levanta acaso un monumento a los pinceles de un gran pintor? Sirvieron para plasmar obras maestras, pero el mérito es del artista.
Nosotros –los cristianos– somos sólo instrumentos del Creador del mundo, del Redentor de todos los hombres. (Es Cristo que pasa, 1)
Por SAN JOSEMARÍA.