Desde el comienzo de su creación, el hombre –no me lo invento yo– ha tenido que trabajar. Basta abrir la Sagrada Biblia por las primeras páginas, y allí se lee que –antes de que entrara el pecado en la humanidad y, como consecuencia de esa ofensa, la muerte y las penalidades y miserias– Dios formó a Adán con el barro de la tierra, y creó para él y para su descendencia este mundo tan hermoso, ut operaretur et custodiret illum, con el fin de que lo trabajara y lo custodiase.
Hemos de convencernos, por lo tanto, de que el trabajo es una estupenda realidad, que se nos impone como una ley inexorable a la que todos, de una manera o de otra, estamos sometidos, aunque algunos pretendan eximirse. Aprendedlo bien: esta obligación no ha surgido como una secuela del pecado original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna: el hombre nace para trabajar, como las aves para volar.
Me diréis que han pasado muchos siglos y muy pocos piensan de este modo; que la mayoría, si acaso, se afana por motivos bien diversos: unos, por dinero; otros, por mantener una familia; otros, por conseguir una cierta posición social, por desarrollar sus capacidades, por satisfacer sus desordenadas pasiones, por contribuir al progreso social. Y, en general, se enfrentan con sus ocupaciones como con una necesidad de la que no pueden evadirse.
Frente a esa visión chata, egoísta, rastrera, tú y yo hemos de recordarnos y de recordar a los demás que somos hijos de Dios, a los que, como a aquellos personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha dirigido idéntica invitación: hijo, ve a trabajar a mi viña.
Os aseguro que, si nos empeñamos diariamente en considerar así nuestras obligaciones personales, como un requerimiento divino, aprenderemos a terminar la tarea con la mayor perfección humana y sobrenatural de que seamos capaces. (Amigos de Dios, n. 57)
Por San JOSEMARÍA.