El reciente motu proprio papal que deroga el que promulgara solo 14 años atrás su predecesor, Benedicto XVI, es quizá el paso más brusco y contestado del Papa Francisco en su notoria obsesión por hacer irreversibles las reformas, una misión imposible.
El drama de este pontificado es que se basa cada vez más en un amasijo de contradicciones. Cada día es más frecuente en el Santo Padre la diatriba contra la ‘rigidez’, pero el propio discurso, por incesante, resulta sobremanera rígido, inflexible.
Se habla también de continuo de misericordia; incluso se quiere motejar este pontificado como el pontificado de la misericordia, pero el trato que se da al creciente número de fieles que asisten a la Misa Tradicional en este motu proprio no es ni mucho menos el primer ejemplo de decisiones implacables contra los disidentes de la ‘renovación’: los comisariamientos y disoluciones tajantes se han sucedido desde el principio.
La sinodalidad, la colegialidad y la descentralización en la toma de decisiones es otro ‘ritornello’ al que se le va a dedicar incluso un ‘sínodo de sínodos’, pero nunca ha sido tan cierto en la jerarquía que el que se mueva no sale en la foto, y el margen de actuación para diócesis y conferencias episcopales solo funciona en una dirección, nunca en la contraria. Roma ha intervenido directamente sobre las deliberaciones de la Iglesia de Estados Unidos, por ejemplo, en dos ocasiones flagrantes: cuando prohibió a la asamblea aprobar un política propia para luchar contra el encubrimiento de abusos sexuales y, más recientemente, cuando Luis Ladaria, prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, advirtió a los obispos veladamente que no aprobaran una política nacional de negar la comunión a políticos abortistas.
El ‘diálogo’ y la ‘escucha atenta’, que se han presentado como el bálsamo de Fierabrás, la panacea en cualquier conflicto, se ha negado a cualquiera que muestre algún apego a las tradiciones de la Iglesia, empezando por los cuatro cardenales que presentaron los Dubia sobre la carta postsinodal Amoris laetitia y terminando en este mismo motu proprio.
Por último, el ardiente anhelo de Su Santidad de hacer irreversibles sus reformas cae en la evidente contradicción de que son reformas, es decir, de que revierten decisiones de sus predecesores. Un Papa no puede ‘atar’ a sus sucesores con una decisión, se aduce para justificar Traditionis custodes; pero ese mismo argumento sirve para entender que no puede haber nada irreversible en lo que decida Francisco.
Solo hay que leer la bula Quo primum, por la que el Papa San Pío V instituyó el canon de esa misma misa que ahora se intenta suprimir, partes como esta:
“que a este Misal justamente ahora publicado por Nos, nada se le añada, quite o cambie en ningún momento y en ésta forma Nos lo decretamos y Nos lo ordenamos a perpetuidad”.
O, en el último párrafo:
“Así pues, que absolutamente a ninguno de los hombres le sea licito quebrantar ni ir, por temeraria audacia, contra esta página de Nuestro permiso, estatuto, orden, mandato, precepto, concesión, indulto, declaración, voluntad, decreto y prohibición. Más si alguien se atreviere a atacar esto, sabrá que ha incurrido en la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo”.
| 19 julio, 2021.
Infovaticana.