Adiós al Papa Benedicto

Editorial ACN Nº50

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La vida terrena de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, se apagó de una forma callada y oculta. Sus últimas horas en esta tierra transcurrieron enfrentando la enfermedad y el desgaste de la ancianidad. Desde el miércoles 28 de diciembre, las oraciones por el Papa emérito no cesaron y se daba por sentado que era cuestión de horas para el desenlace que llegó en las últimas horas de un año terrible, complicado y duro para la fe cristiana.

Benedicto XVI vio lo más terrible del siglo pasado. El sistema totalitario de su país le alcanzó para enrolarlo en el ejército de manera forzosa. Su llegada al solio pontificio fue motivo para sacar ese supuesto oscuro pasado. Era la primera de muchas calumnias e incomprensiones hacia Joseph Ratzinger. Su hermano Georg y él optaron por el sacerdocio. Pero Dios tenía planes más altos para el menor de los hermanos Ratzinger. La actividad ministerial comenzó como cura coadjutor, según cuenta, y transcurrió entre la docencia y las actividades universitarias. El día de su ordenación, en 1951, fue de los más importantes en su vida y que estuvo salpicado de anécdotas que confirmarían el paso correcto de entregar su vida al sacerdocio, pero también era la época convulsa de la guerra fría y de las revueltas estudiantiles que Ratzinger vio con ciertas reservas.

Perito del Concilio Vaticano II conocemos cómo influyó en esa renovación pastoral de la Iglesia querida por el Papa Juan XXIII. Su nombre pertenece a la constelación de los grandes teólogos, pastoralistas o liturgistas que idearon los planteamientos para que la Iglesia viviera el aggiornamento, pero el espíritu de Ratzinger estaba inclinado a la enseñanza, a ser profesor. Su trayectoria tuvo un antes y después cuando fue nombrado arzobispo de Münich y Tubinga. En 1977, su consagración episcopal marcó el presente del finado Papa emérito. Se definió como colaborador de la verdad y la confianza de Juan Pablo II corroboró a Ratzinger como la eminencia gris de un pontificado que llevó a la Iglesia hacia el segundo milenio.

Quizá de lo más doloroso fue afrontar la cuestión de los abusos sexuales. Ratzinger fue el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe que impuso a Marciel Maciel la sentencia que le exhibió como uno de los más grandes criminales. El cardenal prefecto acabó con ese monstruo que pudo haber llegado a ser santo debido al poder y el engaño que eran los medios que su congregación tenía a la mano para corromper a la Iglesia, comprar cardenales e, incluso, engañar a un Papa. Los detractores del Ratzinger dirían que no hizo lo suficiente para imponer una sanción severa y ejemplar a diferencia de sólo reducir al silencio al pederasta morfinómano Marcial Maciel quien moriría solo rodeado de sus incondicionales.

En 2005, la vida del cardenal Ratzinger tuvo un derrotero que no era de las aspiraciones del profesor quien, confesó, era incapaz de las labores de gobierno. Sucedía a su querido Juan Pablo II. Su homilía de exequias fue excepcional trazando, en pocos párrafos, los puntos que unían al llorado pontífice y al guardián de la fe. Ambos vivieron el terror del nacionalsocialismo y del totalitarismo comunista soviético. Ambos sufrieron en carne propia, lo que es capaz de hacer el ser humano e incluso, en este momento de su tránsito al Padre, Benedicto XVI tuvo este paralelo con su predecesor: “El Papa ha sufrido y amado en comunión con Cristo, y por eso, el mensaje de su sufrimiento y de su silencio ha sido tan elocuente y fecundo”.

Benedicto XVI deja este plano terrenal para encontrar la luz a la cual aspiró. México le debe mucho por confirmarlo en la fe, pero ahora los tiempos son convulsos. Murió oculto y sencillo sabiendo que hizo lo que Dios le tenía como su voluntad. Ahora, muchos le juzgan, lo ven como un conservador, como guardián de la tradición, un intransigente o lo sentencian por su renuncia. Pero Benedicto tuvo certeza en la misericordia de Dios. Se va un grande… Se va un humilde pontífice. Ahora ve, cara a cara, a Quien es la Verdad.

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