Después de experimentar la fe tan grande de Jairo y de la mujer hemorroísa en Cafarnaúm, Jesús se dirige a su tierra, Nazaret; allí con parientes y amigos que le vieron crecer. Debió sentir gran alegría al recorrer aquellas calles y ver las casas de sus amigos y parientes. Como es un judío practicante, el sábado acude a la sinagoga para escuchar la Palabra de Dios. Aquel día, le dan la oportunidad de explicar el texto correspondiente; lo hace de manera extraordinaria, como quien tiene autoridad. Aunque sus vecinos quedan sorprendidos por dos cosas: la sabiduría de su corazón y la fuerza curadora de sus manos; no es suficiente para creerle y aceptarlo; surgen dudas en ellos porque lo conocen todos, saben dónde vive, es uno como ellos, ¿qué es lo que pretende ahora? ¿Ser el Mesías? ¡Imposible! No es más que el carpintero, el hijo de María.
Recordemos que Jesús no era un intelectual con estudios cualificados; tampoco poseía el poder sagrado de los sacerdotes del templo; no era miembro de una familia pudiente; no pertenecía a las élites de Séforis o Tiberíades; no había estudiado en ninguna escuela Rabínica, no se dedicaba a explicar la ley. Jesús era un obrero como tantos de su aldea, sin importancia; Jesús ahora se mostraba como un Maestro que enseñaba a entender y a vivir la vida de manera distinta. Las personas de Nazaret se admiran, se asombran, pero al no tener documentos que lo acreditan, lo acosan con toda clase de preguntas, sospechas y recelos; se nota una cerrazón de mente y de corazón. No se dejan enseñar por Él, ni se abren a su fuerza curadora. Jesús no logra acercarlos a Dios, ni curarlos como hubiera deseado. Es la primera vez que experimenta un rechazo colectivo, no de los dirigentes religiosos, sino de un pueblo sencillo que lo vio crecer. Jesús se extraña de su falta de fe, no se esperaba esto de los suyos, de sus paisanos, de sus parientes. Aquella incredulidad es tal, que llega a bloquear su capacidad de curar, escuchamos en el Evangelio: “No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a algunos enfermos”.
Jesús debió llenarse de asombro, había elogiado la fe de aquella mujer hemorroísa y la fe contra toda esperanza de Jairo, pero ahora, sus paisanos no sólo no le creen, sino que lo cuestionan sobre su sabiduría y sobre el poder curativo. Encuentra una cerrazón de mente y de voluntad en sus paisanos; siente el rechazo de aquellos que creen conocerlo. Allí donde esperaba recibir aliento, descubre la hostilidad hacia su persona y su mensaje; Él no se amarga pensando en que le han cerrado la puerta, Jesús ve un campo abierto hacia las demás aldeas; contempla un mundo abierto y así ante la negativa de unos, Él responde ocupándose de otros.
Hermanos, el primer cuestionamiento hagámoslo hacia nosotros los consagrados, ya que decimos conocer a Jesús y proclamamos su Palabra, somos los que llevamos el Evangelio a los demás; quizá elaboramos bonitos discursos, que pueden quedar tambaleantes por nuestras actitudes y por nuestra forma de cuestionar y de vivir. Uno de los grandes peligros es querer conocer todo sobre Jesús, sus palabras, su ambiente, pero olvidarnos de vivir como Él vivió; de tener las actitudes que Él tuvo; de hacer nuestras sus preocupaciones y ocupaciones que Él tenía y sigue teniendo, ya que Jesús está vivo entre nosotros y desea lo mejor para cada uno, sigue dando la vida por todos.
El cuestionamiento del Evangelio de san Marcos es: ¿Quién es Jesús? Es sobre su identidad. Sus paisanos de Nazaret se sorprenden de su doctrina, pero responden muy pronto: “Es el hijo del carpintero”; aquella admiración queda diluida por su razonamiento al señalar su procedencia. Jesús es mirado con los ojos de los paisanos, como uno más. No han sabido ver en Él a un profeta; “todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa”, les dijo Jesús. Un profeta es uno que habla en nombre de Dios, uno a quien Dios ha elegido y enviado para que pronuncie su Palabra de buenas noticias para el pueblo, cansado y agobiado de tantas malas noticias. No es fácil reconocer el paso de Dios por nuestra vida, especialmente cuando ese paso se reviste de “ropaje común”, como uno de nosotros. El profeta es alguien que no se fija en los frutos de su misión; un profeta es aquella persona que, además de vivir lo que predica, es terco en su propuesta porque sabe que esa es su misión. El profeta es un hombre que ve el presente y vive el presente, lo ve sin prejuicios, con naturalidad y lo expresa sin lenguajes científicos, sin diplomacias ni políticas, simplemente dice lo que ve; es alguien que sabe callar, no es un charlatán, y su silencio es tan inquietante como sus palabras. Pero cuando habla lo hace con autoridad y sin estar sometido a nadie, porque es libre, libre de cualquier egoísmo y de cualquier interés partidista. Por eso, sus palabras escandalizan, molestan a los oportunistas, a los que sólo buscan defender sus propios intereses. Ser profeta es ir contracorriente, hablar alto y claro. El profeta nos dice las verdades que duelen, pero son las que nos ayudan a caminar en la vida, las que nos ayudan a seguir los pasos de Jesús, quien es Verdad y Vida. Por eso, ante una descristianización progresiva, tendríamos que preguntarnos, si tal vez nosotros no estamos también colaborando con un “rechazo pasivo” a que el mensaje del Evangelio sea poco a poco silenciado, porque ¿sirve de algo ser cristiano y no manifestarlo? Hoy más que nunca, tenemos que pedir al Señor que su Iglesia, es decir todos los bautizados, sigamos siendo profetas en un mundo donde tantas falsas verdades quieren diseñar e imponer un mundo, una sociedad o unos poderes a su medida. Que es difícil, cierto, pero más lo fue para el Señor, por eso, hemos de procurar ser testigos de ese Cristo que supo dar vida allá donde existía la muerte, supo dar sosiego allí donde abundaba la desesperanza y supo dar alegría allí donde imperaba la tristeza.
Preguntémonos: Si nuestras palabras callan ¿quién las pronunciará? Si nuestras obras son mínimas ¿quién descubrirá el rostro amoroso del Padre? Si nuestras manos están cruzadas ¿quién llevará la cruz del Señor por el mundo?
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!