* Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando —¡ay!— tanto poso…
* —Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas…
Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor. (Forja, 41)
Es la hora de clamar: acuérdate de las promesas que me has hecho, para llenarme de esperanza; esto me consuela en mi nada, y llena mi vivir de fortaleza.
Nuestro Señor quiere que contemos con Él, para todo: vemos con evidencia que sin Él nada podemos, y que con Él podemos todas las cosas. Se confirma nuestra decisión de andar siempre en su presencia.
Con la claridad de Dios en el entendimiento, que parece inactivo, nos resulta indudable que, si el Creador cuida de todos -incluso de sus enemigos, ¡cuánto más cuidará de sus amigos! Nos convencemos de que no hay mal, ni contradicción, que no vengan para bien: así se asientan con más firmeza, en nuestro espíritu, la alegría y la paz, que ningún motivo humano podrá arrancarnos, porque estas visitaciones siempre nos dejan algo suyo, algo divino.
Alabaremos al Señor Dios Nuestro, que ha efectuado en nosotros obras admirables, y comprenderemos que hemos sido creados con capacidad para poseer un infinito tesoro.
Habíamos empezado con plegarias vocales, sencillas, encantadoras, que aprendimos en nuestra niñez, y que no nos gustaría abandonar nunca.
La oración, que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con Aquel que afirmó: Yo soy el camino.
Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él. (Amigos de Dios, nn. 305-306)
Por SAN JOSEMARÍA.