Bienvenidos a esta reflexión desde la Palabra de Dios en el Domingo de Ramos.
Hoy iniciamos la Semana Santa. Jesús entra en la ciudad santa de Jerusalén entre aclamaciones y gritos, se agitan palmas; sin embargo, en menos de ocho días se vivirá una situación opuesta; Jesús será sometido a un juicio ilegal, será humillado, portará una cruz por las mismas calles de Jerusalén. Traicionado y vendido en 30 monedas por uno de sus discípulos, otro termina negándolo, los demás a excepción de Juan, huirán por temor a correr la misma suerte. Jesús experimenta la soledad y el abandono de sus discípulos, así esas palmas se convertirán el Jueves Santo en “besos de traición”, el Viernes Santo en “soledad” y el Sábado Santo en “silencio”.
La Semana Santa, es el periodo más intenso y significativo de todo el año litúrgico; es la celebración del acontecimiento de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor; celebramos el gran acontecimiento de nuestra Redención. La proclamación de la Pasión en este domingo, nos introduce en el clima de la Semana Mayor.
Al escuchar a san Marcos, se ponen de relieve todos los aspectos más dramáticos del sufrimiento de Jesús. El peligro que corremos como cristianos, es que cuando escuchamos la Pasión, pareciera que ya la sabemos de memoria y podemos divagar en nuestro pensamiento durante su lectura, como si no tuviera ya nada que decirnos; corremos el riesgo de acostumbrarnos a ver los sufrimientos de Jesús como si fuera sólo un hecho histórico anclado en el pasado.
No cabe duda que, la Pasión de nuestro Señor, nos da una infinidad de elementos a reflexionar durante toda la Semana Santa, desde el juicio injusto que vivió, la traición de uno de los suyos, la negación de Pedro, el abandono de los discípulos, el sufrimiento humano, etc.
Pero en este domingo deseo reflexionar en las últimas palabras de Jesús; en ese grito de solidaridad con todos los que sufren: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me hasabandonado?” No sólo es el grito de un moribundo, en aquel grito estaban gritando todos los crucificados de la historia, todos los marginados. Jesús se acercó a los últimos y se hizo uno de ellos. Curó a los enfermos, tocó a los que nadie tocaba, se sentó a la mesa con pecadores, a todos devolvió la dignidad. Esto lo convirtió en un hombre peligroso para los que ostentaban el poder, había que eliminarlo, estaba abriendo los ojos, y a los que gobernaban no les convenía.
Jesús está siendo crucificado en el Gólgota, en medio de aquella muchedumbre, en medio de gritos; mientras que algunos disfrutaban de aquella decisión, otros debieron reflexionar en la gran injusticia que se cometía. Jesús sintió la soledad, el abandono, no sólo de los amigos, sino del mismo Dios; de allí que tomando el último aliento que le queda, grita para que todos lo escuchen: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” Aquel grito debió impactar a los oyentes, y lo mismo, debió resonar en las conciencias de sus Apóstoles durante muchos años.
Ante ese grito que interroga, hasta el mismo Dios debió estremecerse, ese “¿por qué…?”, esa pregunta que se detiene en el aire y no encuentra respuesta satisfactoria. Sufría en su piel, pero su máximo dolor debió ser, ver a su madre junto a la cruz con aquella impotencia, sin poder hacer nada; ver aquellas mujeres en las que había despertado una esperanza y ahora asistían a un espectáculo aterrador; ver tanta ignorancia de las personas. Debieron cruzar infinidad de pensamientos por la mente del Señor; su misma entrega y muerte en cruz: ¿estaba teniendo sentido? ¿valía la pena dar la vida por esa humanidad? Ya que desde la visión humana esto era un fracaso. Qué gran tentación lo tocó en la cruz: “Si eres el Hijo de Dios, bájate y bájanos a nosotros”, el grito de uno de los crucificados con él; pero allí estaba cumpliendo la misión encomendada por su Padre, colocando la voluntad de Dios por encima de su bienestar; estaba redimiendo a la humanidad, aunque a aquella multitud no le importara.
Hermanos, ese grito desgarrador no ha quedado en el Gólgota, no ha quedado atestiguado en una historia muerta, es un grito que sigue resonando entre valles y cerros; un grito que cruza lo largo y ancho de los Municipios, Estados y Naciones; es un grito muy actual. La tristeza que debe causarnos, que es un grito tan repetido, que pareciera que ya nos acostumbramos a escucharlo, ya no estremece, ya no aterra; nos hemos acostumbrado al horror del sufrimiento, del dolor humano y de la muerte. Hemos sido capaces de anular el impacto de sufrimiento, convirtiéndolo en una estadística; nos estamos deshumanizado; el único sufrimiento que importa es el propio o el que toca a mis seres más cercanos; ese sufrimiento sí lo siento y me importa, pero… ¿los demás…?
Ese calvario se sigue viviendo a lo largo y ancho de nuestro País; en cada secuestrado, en cada asesinado, en cada masacre, que en estos tiempos se han multiplicado. Necesitamos un cambio en la sociedad, en lo político, pero sobre todo, necesitamos un cambio de corazón. Es una pregunta que le seguimos haciendo a Dios: ¿Por qué nos has abandonado? ¿es posible que el mal, la mentira, estén triunfando sobre el bien, sobre la verdad?
Hermanos, seguimos gritando a Dios y su silencio nos duele. Ante el silencio de Dios, se levantan voces que prometen que erradicarán el sufrimiento; falsos mesías que prometen lo que no pueden dar. Lo digo, porque estamos en tiempo de campañas electorales, y hemos visto que, una vez que llegan al poder, hacen oídos sordos a los gritos de dolor que se multiplican.
Hermanos, no nos quedemos sólo con agitar palmas, con ayunar el Viernes Santo o con participar en las ceremonias litúrgicas. Que esta Semana Santa nos lleve a sensibilizarnos frente al sufrimiento y a pensar en lo que podemos hacer para mitigarlo. Vivamos intensamente esta semana, acompañemos al Señor, en quienes padecen y son víctimas por el dolor, por el sufrimiento. El Señor nos dejará impresionantes lecciones de amor.
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!