En este domingo continuamos con el Evangelio del domingo pasado. Jesús se encuentra en Cafarnaúm y al salir de la sinagoga, se dirige a casa de Simón y de Andrés, va acompañado por Santiago y Juan; allí se entera que la suegra de Simón está enferma en cama, los parientes le comunican de su enfermedad; Jesús se acerca, la toma de la mano y la levanta, ella queda curada y los sirve. Esta noticia se expande y le llevan muchos enfermos a Jesús y todos son curados. Jesús con todas esas y otras sanaciones, no quería decir que su misión era la de ser ‘curandero’; Jesús no cura para tener más seguidores y seguidoras, Él busca hacer presente el Reino de Dios, llevar la Buena Nueva de la presencia de Dios entre los hombres, de su misericordia, de su cercanía y de la reconciliación entre Dios y los hombres, para que la gente comprendiera que Dios nunca se aleja de su pueblo.
Jesús sale por la madrugada para hacer oración, Él sabe que sin oración y sin una continua referencia al Padre, su actividad se convertiría en un peligrosísimo activismo. Se retira a orar desde la implicación con el dolor de su pueblo; se retira porque necesita situarse ante el Dios de la vida para encontrar y hacer su voluntad. Y al saber que lo buscan, decide ir a los poblados cercanos a predicar el Evangelio, “para eso he venido”, les dice. Ahora que ha orado, las líneas de su visión se han precisado con mayor claridad; la oración está al servicio del significado de la propia vocación.
Reflexionemos sobre la enfermedad, ya que es una de las experiencias más duras de todo ser humano; una experiencia que nadie está exento de padecerla; una experiencia amarga que sufre el enfermo al ver su vida amenazada y surgen preguntas en su interior que dirige a Dios: ¿Por qué? ¿Por qué yo?, preguntas que nunca encuentran respuestas satisfactorias y sufren sus familiares, aquellos que lo rodean. De poco sirven las explicaciones, las palabras de aliento, sobre todo cuando la medicina y la ciencia ya no pueden hacer nada y el deterioro es inevitable.
La enfermedad nos recuerda lo efímero que es la vida, nos recuerda que la vida es corta y que somos peregrinos en este mundo; nuestra patria está junto a Dios. Mientras estemos en este mundo, podemos ser tocados por el dolor y el sufrimiento, por la enfermedad que muchas veces nos paraliza en una cama; sentiremos la impotencia, pero no olvidemos que es parte de nuestra condición humana.
Ante esta realidad, Jesús desea que las personas estén bien; pasó curando enfermos y hoy nos deja una gran enseñanza para el trato con los enfermos. Nos dice el Evangelio que se “acercó”, lo primero que debemos hacer es acercarnos al enfermo, no podemos ayudar de lejos, hay que estar cerca, sin prisas; con la presencia ayudamos al enfermo para que colabore con aquellos que lo están atendiendo. Quiere decir, que debemos acompañar al enfermo en las distintas etapas de la enfermedad y en los
diferentes estados de ánimo por los que pasa; no molestarnos con sus reacciones, estar junto a él con paciencia tratando de comprender. Estando junto al enfermo, podemos escucharlo, permitirle al enfermo expresar lo que lleva dentro, aquellas esperanzas frustradas, sus quejas ante la vida o ante Dios, sus miedos ante la muerte. Es un aliento de vida para el enfermo poder desahogar con alguien lo que siente y piensa. Recordemos que no siempre es fácil escuchar al enfermo, ya que implica ponernos en el lugar del que sufre, hacerle sentir que lo escuchamos y lo comprendemos, estar atentos a sus palabras, a sus gestos, a sus silencios.
El enfermo puede escoger una de estas dos actitudes: 1- Una actitud sana, positiva, que consiste en tomar la enfermedad como parte de nuestra vida y así enfrentarla con tranquilidad, sabiendo que nadie está exento de enfermarse y que la enfermedad siempre será pasajera, por eso, nunca se pierde la esperanza. 2- Una actitud no sana, negativa, que nos puede llevar a vivir la amargura con sentimientos erróneos y cuestionamientos a Dios. Ante estas actitudes, la labor de los que rodean al enfermo es esencial, ya que, pasando la etapa de aceptación de la enfermedad, el enfermo puede necesitar curar heridas del pasado, reconciliarse consigo mismo o con los demás, quizá reconciliarse con Dios.
Hermanos, recordemos que Jesús vivió muy atento al dolor de las personas que se encontraba en la vida; era incapaz de pasar de largo si veía a alguien sufriendo. Sabemos que lo esencial es predicar el Reino de Dios, pero la atención a los enfermos lo desbordaba; por eso, lo buscaban tantos enfermos. Podemos destacar la sensibilidad de Jesús ante el sufrimiento, Jesús veía dónde lo necesitaban y actuaba en consecuencia.
La cultura actual, nos invita para que evitemos todo tipo de sufrimiento, incluso, nos invita a trabajar en aquello que nos gusta, para que no suframos en el trabajo. Con la ciencia, se ha tratado de dar respuesta a todo tipo de dolor y sufrimiento; se han inventado analgésicos, como diciendo ‘¡deje de sufrir!’. La enfermedad es parte de nuestra condición humana y no podemos olvidarlo. En nuestros tiempos, se han construido asilos para ancianos, hospitales para recluir a los enfermos. Las personas están dispuestas a pagar por sus seres queridos para que otros los atiendan y así evitar verlos sufrir. Nos encontramos ante un gran desafío, que consiste en ser sensibles ante la enfermedad del hermano. Sabemos que no podemos erradicar el dolor causado por la enfermedad, pero con nuestro acercamiento al enfermo, podemos ayudarlo a sanar o a que su enfermedad sea más llevadera y ayudarle con nuestra oración, ya que muchas veces Dios concede la salud en respuesta a la oración, si es para nuestro bien eterno.
Hermanos, no perdamos la sensibilidad ante la enfermedad y la muerte; pareciera que los sufrimientos ajenos nos preocupan poco; pareciera que sólo nos importa lo que hace alusión a nosotros de manera individual. Busquemos esa sensibilidad de Jesús. Quizá tengan a un anciano o a un enfermo en casa: ¿Cómo es tu acercamiento a él? ¿lo escuchas con paciencia? ¿lo tocas? No sólo prediquemos el Evangelio, recordemos que el Evangelio sana, debemos mostrarlo con nuestra vida, siendo cercanos ante el que sufre.
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!