La bendición a «parejas» gay y adúlteras «termina confinando la propuesta de Jesucristo al terreno de los ideales»: Brugarolas

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* Invocar el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ha sido siempre una cosa muy seria.

* De hecho, constituye la expresión más condensada de la fe cristiana y está presente en los momentos más importantes de la vida desde el bautismo.

Quienes se hayan adentrado en el estudio de la teología sobre Dios en los primitivos siglos cristianos habrán percibido que, para los cristianos, invocar el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ha sido siempre una cosa muy seria. De hecho, constituye la expresión más condensada de la fe cristiana y está presente en los momentos más importantes de la vida desde el bautismo.

Los mártires derramaron su sangre en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Esta expresión tan sencilla y acostumbrada se utiliza desde los comienzos de la vida de la Iglesia como fórmula de la fe, para alabar a Dios con el rezo o canto del gloria, y también para implorar su bendición y protección. La Eucaristía, que contiene todo el tesoro de la Iglesia, se celebra en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

En la antigüedad se era tan consciente de la trascendencia del nombre de Dios y de la corrección en la forma de invocarle que san Basilio en el siglo IV tuvo que escribir un tratado para explicar que el modo como él rezaba el gloria en la liturgia –diciendo, gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo– era compatible e igualmente apropiado que esa otra fórmula más tradicional entonces que rezaba gloria al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

No se podía invocar a Dios de cualquier manera. Si se hacía con poco cuidado se podía estar faltando al honor de Dios, pero sobre todo podía uno quedarse al margen de la salvación ofrecida por el Señor a todos los que le son fieles y se acogen con sencillez a la verdad revelada por Jesucristo.

Desde esta perspectiva se comprende que tratar sobre las bendiciones que la Iglesia dispensa en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo no sea un tema menor. Formen parte de un rito litúrgico o nazcan de modo espontáneo en la vida de las comunidades cristianas, estén estrechamente vinculadas a los sacramentos o sean signos que por su contexto y circunstancias apenas estén relacionadas con ellos, siempre suponen una invocación del nombre de Dios, el único nombre en el que el ser humano puede esperar ser salvado. Y este nombre no nos lo hemos dado nosotros, sino que es un don de Dios cuyo poder y eficacia nos precede.

Por eso, la publicación de la declaración Fiducia supplicans por parte del Dicasterio para la Doctrina de la Fe ha concitado tanta reacción entre los católicos.

Quienes pretenden que la Iglesia cambie su doctrina y su moral aplauden con efusividad el documento, tomándolo como una aprobación de las uniones no matrimoniales o las uniones homosexuales por parte de la Iglesia.

Esto, como es lógico, produce perplejidad a la gente. Muchos pastores y fieles analizan con gran preocupación si invocar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, sobre estas parejas es o no concorde con el don que Dios nos ha hecho al revelarnos su nombre salvador. Estamos siendo testigos de cómo muchos obispos del mundo, conferencias episcopales completas, expresan sus reservas e incluso prohíben dichas bendiciones, en atención al cuidado pastoral de sus fieles.

En efecto, las consecuencias que esta nueva pastoral puede producir no es una cuestión de poca importancia para la vida de los cristianos. El oriente cristiano tiene larga experiencia de una segunda bendición nupcial después del divorcio. El motivo que se esgrime es pastoral, la debilidad de la naturaleza, y el resultado tácito es que las palabras del Señor, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre (Mc 10,9), dejan de ser una realidad y quedan reducidas a un ideal, solo válido para quien logre vivirlo.

El riesgo de que la práctica pastoral de estas bendiciones espontáneas que ahora se proponen en la Iglesia católica vaya por el mismo camino es indudable.

Paradójicamente lo que pretende acercar a las gentes a Dios, se convierte en una práctica que termina confinando la propuesta de Jesucristo al terreno de los ideales, que nuestra vida siempre tan pegada a la tierra, nunca termina de alcanzar.

La prudencia de los pastores y los fieles juega hoy ante las presiones de la sociedad post-secular un papel esencial. Algunos podrían preguntarse si no estamos incluso ante una especie de neocolonialismo, esta vez pastoral, en el que algunos sectores escorados de la Iglesia, sobre todo centroeuropea, expanden sus postulados sobre las comunidades cristianas de las periferias.

Lo que sí parece cierto a todas luces es que, si se produce una incongruencia entre la propuesta pastoral de acompañamiento a las parejas y el anuncio del evangelio de la familia, el amor y la sexualidad, se ahondará la fractura entre la fe y la vida de muchas personas.

Por este camino la fe permanecerá cada vez más como algo desconectado de la existencia concreta de las personas, que irá por derroteros que poco tienen que ver con la vida divina a la que están llamados los hijos de Dios.

En este contexto, se impone echar la mirada atrás y ver cómo las bendiciones de Dios han ido asociadas en la historia de la Iglesia a los movimientos de conversión.

Las palabras de Pedro en el Templo de Jerusalén adquieren hoy un nuevo matiz que la prudencia de los pastores y fieles sabrá descubrir:

«Al resucitar a su Hijo, Dios lo ha enviado en primer lugar a vosotros, para bendeciros, apartando a cada uno de sus maldades», (Hch 3, 26).

La conversión es pues el marco pastoral en el que la Iglesia sitúa en todos los casos su plegaria de bendición: Dios bendice a sus hijos con el don de la conversión. Por eso los hijos de la Iglesia acogemos la bendición divina cuando nos alejamos de nuestras mediocridades y nuestras maldades, y nos abrimos a la vida nueva del Evangelio.

Por Miguel Brugarolas .

Vicedecano de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.

El Debate.

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