“No dejes de orar, que te escucho”: en el trabajo, en la calle, en la familia, en la escuela…

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¿Santos, anormales?… Ha llegado la hora de arrancar ese prejuicio. Hemos de enseñar, con la naturalidad sobrenatural de la ascética cristiana, que ni siquiera los fenómenos místicos significan anormalidad: es ésa la naturalidad de esos fenómenos…, como otros procesos psíquicos o fisiológicos tienen la suya. (Surco, 559)

Describo la vida interior de cristianos corrientes, que habitualmente se encuentran en plena calle, al aire libre; y que, en la calle, en el trabajo, en la familia y en los ratos de diversión están pendientes de Jesús todo el día.

¿Y qué es esto sino vida de oración continua? ¿No es verdad que tú has visto la necesidad de ser alma de oración, con un trato con Dios que te lleva a endiosarte? (…)

Al principio costará; hay que esforzarse en dirigirse al Señor, en agradecer su piedad paterna y concreta con nosotros. Poco a poco el amor de Dios se palpa –aunque no es cosa de sentimientos–, como un zarpazo en el alma. Es Cristo, que nos persigue amorosamente: he aquí que estoy a tu puerta, y llamo (Apoc III, 20.).

¿Cómo va tu vida de oración? ¿No sientes a veces, durante el día, deseos de charlar más despacio con Él? ¿No le dices: luego te lo contaré, luego conversaré de esto contigo?

En los ratos dedicados expresamente a ese coloquio con el Señor, el corazón se explaya, la voluntad se fortalece, la inteligencia –ayudada por la gracia– penetra, de realidades sobrenaturales, las realidades humanas. Como fruto, saldrán siempre propósitos claros, prácticos, de mejorar tu conducta, de tratar finamente con caridad a todos los hombres, de emplearte a fondo –con el afán de los buenos deportistas– en esta lucha cristiana de amor y de paz.

La oración se hace continua, como el latir del corazón, como el pulso.

Sin esa presencia de Dios no hay vida contemplativa; y sin vida contemplativa de poco vale trabajar por Cristo, porque en vano se esfuerzan los que construyen, si Dios no sostiene la casa (Cfr. Ps CXXVI, 1). (Es Cristo que pasa, 8)

Por SAN JOSEMARÍA.

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