En este domingo último del tiempo ordinario celebramos la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, es una fiesta que corona el año litúrgico. Con esta festividad, terminamos el ciclo A y el próximo domingo daremos inicio a un año litúrgico nuevo en el primer domingo del tiempo de Adviento y el ciclo será el B.
Antes de comentar el Evangelio, quiero decir unas palabras sobre el origen de esta fiesta: El Papa Pío XI la instituyó el 11 de diciembre de 1925, por su encíclica “Quas Primas”. Es una fiesta que tuvo resistencia principalmente por los liturgistas de ese tiempo, ya que celebramos a Cristo Rey durante el año, por ejemplo: En la Epifanía, el Domingo de Ramos y en la Ascensión del Señor a los cielos; son fiestas que pueden ser consideradas como típicas de Cristo Rey. La razón que el Papa Pio XI dio fue que sería la fiesta que coronara el ciclo litúrgico y que se invitara en esta fiesta a permitir que Jesús reine en el corazón de cada persona. Recordemos que siete años antes, en 1918, se había terminado la primera guerra mundial y se estaba ya fraguando la segunda; el Papa pensaba que la causa de todos los males, de la guerra y lo que siguió, fue “el haber alejado a Cristo y su ley de la propia vida, de la familia y de la sociedad y que no podría haber esperanza de paz duradera entre los pueblos, mientras los individuos y las naciones negaran y rechazaran el reinado de Cristo el Salvador”. Un reinado distinto a lo que manifiestan los reyes o gobernantes de este mundo, porque Cristo Rey reina sirviendo, no desde un palacio sino desde un trono distinto, la Cruz.
En este año litúrgico que termina, hemos escuchado los domingos el Evangelio de Mateo y terminamos el ciclo con un relato que hace alusión al juicio final. Aquel momento donde Jesús reunirá a todas las naciones, a la humanidad entera y hará la separación unos a la derecha y otros a la izquierda. La condición para pertenecer a un grupo y no al otro es la “compasión”. No se trata de cuántos rezos elevamos a Dios; no se trata de cuántos discursos de amor pronunciamos, se trata de algo práctico: ¿Cómo ejercimos la compasión con el más necesitado? Lo que decide el ser invitados a la derecha, es haber vivido con compasión ayudando al que sufre. La religión que agrada más a Dios es la que ayuda al que sufre.
En la escena que escuchamos, no se pronuncian grandes palabras como “justicia”, “solidaridad”, “amor”, “lealtad”. Jesús habla de algo más sencillo y práctico, habla: de ropa, de comida, algo de beber, de un techo para resguardarse, de visitar… el amor a Dios, se muestra en cosas sencillas y concretas.
Hemos escuchado un Evangelio que debe lastimar nuestros oídos. Da pena escuchar a muchos políticos o servidores públicos, al hablar de inseguridad y violencia, los muertos sólo forman parte de frías estadísticas; se habla de ellos como de otro tema trivial. Pareciera que nuestra humanidad se ha ido degradando, se ha
ido centrando en el individualismo y en el interés del grupo y ha perdido la compasión ante la necesidad del otro. Nos hemos acostumbrado a ver guerras y muerte en los televisores, que ningún sentimiento de compasión suscita ya en nuestro interior. Me da tristeza ver marchas a favor del aborto; pienso que, si no nos conmueve el asesinato de un indefenso, si se presenta como un derecho el quitar la vida a un no nacido, ¿qué sociedad tenemos? Esta sociedad que busca leyes para legalizar el aborto ¿contará con algo de compasión?
Hermanos, el Papa Francisco, el mes pasado, nos ha recordado que ya van ocho años de que publicó la encíclica Laudato si, y el mundo sigue sin atender la casa común; siguen estando los intereses de las grandes empresas por encima del bien de nuestro planeta; se piensa en la ganancia presente, no tenemos compasión de la casa común.
Me dirijo a los padres de familia y les digo: ¡Tengan compasión de sus hijos!. Tener compasión es enseñarlos a trabajar, a servir; enseñarles a amar la vida; es hacerlos personas de provecho, de bien. No los mimen o les digan “pobrecito”, eso es una compasión barata que les hará daño. Compadécete del mundo y de la sociedad, forjando en tu hijo un buen ciudadano.
Hermanos, lo central del Evangelio que hemos escuchado, es la práctica de las obras de misericordia corporales; es momento de reflexionar en nuestra vida diaria:
¿cómo las hemos practicado? ¿qué hemos hecho con los que sufren cerca de nosotros? ¿nos detenemos y ayudamos movidos por la compasión o nos desentendemos y los ignoramos? Aquí nos estamos jugando la vida eterna; de nuestra compasión depende escuchar las palabras: “Vengan, benditos de mi Padre…” y triste será si nos toca escuchar: “Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles”. Como dirá John Henry Newman: ‘Si supiéramos que aquí nos estamos jugando la vida eterna, empezaría a cambiar nuestra vida’. Vivimos de manera confiada, creyendo en un Dios misericordioso, pero hoy escuchamos que el día del juicio seremos valorados por la compasión. No olvidemos que, la compasión es el criterio final sobre el cual seremos juzgados.
A la luz de esta festividad de Cristo Rey, debemos abrir los ojos y ver nuestro mundo; es fácil observar que no hemos permitido que Jesús reine, vemos guerras entre países, violencia e inseguridad por todos lados; pareciera que Jesús no tiene cabida en nuestra sociedad y menos en nuestras vidas. Sólo si permitimos que Jesús reine en nuestras vidas, podremos ir cambiando esta sociedad; nos encontramos pues hermanos, con ese desafío, permitir que Jesús reine en nuestro corazón y enseñar a las próximas generaciones a que Jesús reine sobre sus vidas. Recordemos: Él reina en el corazón de cada persona que se acerca a otra, descubre su necesidad y la ayuda. Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!