“Demos a nuestros hijos, desde el primer momento, un incentivo para el bien, por medio del nombre que les ponemos. Ninguno de nosotros se apresure a poner a sus hijos el nombre de sus antepasados, su padre, su madre, su abuelo o bisabuelo, sino el nombre de los justos, los mártires, los obispos y los apóstoles. Que esto sea un incentivo para los niños. Que uno se llame Pedro, otro Juan y un tercero lleve el nombre de algún otro santo. […] Que los nombres de los santos entren en nuestros hogares al poner nombre a los niños y así no solo aprenderá el niño, sino también el padre cada vez que piense que es el padre de un Juan, de un Elías o de un Santiago. Porque, si el nombre se da a sabiendas para honrar a los que ya murieron y nos acordamos de nuestro parentesco con los justos más que del parentesco con nuestros ancestros, esto será una gran ayuda para nosotros y para nuestros hijos. Aunque sea algo pequeño, no lo consideréis una nimiedad, porque su fin es ayudarnos”.
San Juan Crisóstomo (siglo IV), Tratado sobre la vanagloria o cómo deben educar los padres.
…………………………….
La costumbre de poner nombres de santos a los niños, como se puede ver por el texto de San Juan Crisóstomo, proviene de los orígenes del cristianismo. Una época, además, en la que la Iglesia tuvo que crear esta costumbre de la nada, luchando contra la natural tendencia de los conversos del paganismo a poner a sus hijos los nombres de sus abuelos o familiares paganos. Es decir, una tendencia pagana que sufrimos también ahora, pero a la inversa, con la creciente predilección por nombres inventados, sobre todo en Hispanoamérica.
Como todas las pequeñas costumbres cristianas, poner nombres de santos a los niños tiene una fuerza que excede con creces su aparente nimiedad. De un modo muy sencillo, conecta al niño con la familia de la fe, tanto afectiva como espiritualmente. El niño lleva en su propio nombre un signo indeleble de pertenencia a la Iglesia y de estar injertado en la fe católica, de modo que ve en sí mismo el cumplimiento de las palabras del Apóstol: ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios.
A eso se suma la importancia de la celebración del día del santo, otra costumbre cristiana que ha caído en desuso (aunque espero que no entre los lectores). Al celebrar el día del propio santo, con felicitaciones, un pequeño regalo, una oración especial o asistiendo a Misa, el cristiano encuentra su lugar en el calendario y los tiempos de la Iglesia, como la Cuaresma, la Navidad o la Pascua. Es decir, sabe con certeza que tiene un puesto en el plan de Dios. No es una mota de polvo movida por el azar y la casualidad, sino que su existencia cumple el designio de Dios: es un hijo querido del Altísimo previsto y esperado desde toda la eternidad.
La ventaja más importante de esta costumbre, por supuesto, es que, desde el principio de su vida, da al niño un intercesor especial en el cielo, al que sabe que puede acudir familiarmente, porque es su santo. El niño rogará a su santo y su santo pedirá por él, poniendo en práctica de esta forma tan sencilla la comunión de los santos para transformar la vida del niño (y del adulto que será después) con la omnipotencia de la oración. Si además los padres le cuentan al niño, primero como un cuento y poco a poco con más detalle, cómo fue la vida del santo, su amor a Dios, su fe y sus obras de caridad o sus milagros, el santo será un modelo para toda la vida y una demostración de que se puede alcanzar la santidad con la gracia de Dios. Si su santo rezaba a todas horas, ¿por qué no va a hacerlo él? Si fue capaz de dar su vida por Cristo y por amor a los hombres, ¿por qué no va a ser capaz él de hacer lo mismo con la ayuda del cielo? Si su santo fue santo, ¿por qué no va a serlo él?
En resumen, no debemos perder la buena costumbre, de casi dos milenios ya, de poner nombres de santos a nuestros hijos. Si olvidamos esa costumbre, estaremos despilfarrando la herencia que les corresponde y que se encomendó a nuestro cuidado. Vivimos en una época difícil para los cristianos y es muy posible que los problemas no hagan más que aumentar: toda la ayuda que podamos dar a nuestros hijos será poca. Mis hijos tienen nombres de mártires que aparecen en el canon romano y no es por casualidad. En los tiempos que, tristemente, parece que se avecinan y que es probable que sean martiriales, van a necesitar especialmente la intercesión de sus santos.
Por BRUNO MORRNO RAMOS.
IngoCatólica/VitaBrevis