Los primeros parlamentos datan de la Edad Media y en ellos la representación era estamental. Las personas estaban representadas en función del colectivo al que pertenecían: el de la nobleza, el del clero o el de los agricultores, entre otros.
Con el paso del tiempo, la representación política se individualizó. El triunfo de la modernidad nos trajo la noción de ciudadanía: cada hombre y cada mujer son libres e iguales ante la ley, y sus derechos no están definidos por la pertenencia a una clase social, etnia, sexo o religión.
En los últimos años, sin embargo, esta idea democrática y liberal de la igualdad ante la ley ha sido víctima de las llamadas “políticas de la identidad”, las cuales segregan a las personas a partir de su pertenencia a grupos históricamente vulnerados que ahora exigen una reparación. Estas políticas identitarias, cuyo origen está en el legítimo deseo de que todas las personas tengan mejores condiciones de justicia, en muchos casos han pasado de la búsqueda del reconocimiento a la explotación del resentimiento.
De cara a las próximas elecciones, tanto el INE como el Tribunal Electoral parecen haber sucumbido a la tentación de la corrección política identitaria y a la creencia de que la proliferación de acciones afirmativas para grupos vulnerables servirá para tener una mejor representación en los congresos. Así, se perfilan resoluciones para obligar a los partidos a postular cuotas de indígenas, afromexicanos, migrantes, personas de la diversidad sexual, personas con discapacidad y ahora también a personas en situación de pobreza. Para nuestras autoridades electorales, el modelo de democracia estamental parece ser más atractivo que el de la democracia liberal.
Es evidente que hay que trabajar para que los grupos anteriores puedan superar cualquier forma de discriminación y trato injusto. Vale la pena preguntarse si esta política de cuotas identitarias, ya aplicada desde las anteriores elecciones, lo está logrando o, por el contrario, está obstaculizando la libre elección de los ciudadanos. Y eso sin hablar de la espiral interminable a la que nos puede llevar el agrupar a personas a partir de supuestos rasgos compartidos.
Las democracias modernas están construidas sobre la noción de ciudadanos libres e iguales, más allá de su sexo, religión, etnia o cualquier otra característica individual o colectiva. Los representantes populares lo son al margen de sus condiciones identitarias. Considerar, valga el ejemplo, que solamente un pescador puede representar a los pescadores, significa regresar a la tribu y destruir la base política de la comunidad, además de suponer, por cierto, que “los pescadores” son un cuerpo homogéneo en donde todos piensan igual.
Por: Fernando Rodríguez Doval / El Heraldo de México